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FERIA DE SAN ISIDRO: DÉCIMA CORRIDA

Y llegó el triunfalismo

Plaza de Las Ventas. Décima corrida de feria. Toros de Baltasar Ibán, desiguales de presencia, blandos, sospechosos de pitones, varios protestados; el último, de gran clase. El quinto, sustituido por uno de Juan Andrés Garzón, manejable. El Viti: Cuatro pinchazos y descabello (pitos). Cuatro pinchazos, estocada trasera y aviso con retraso (bronca y palmas). Ángel Teruel: Pinchazo, otro hondo bajo, rueda de peones y dos descabellos (silencio). Estocada caída y rueda de peones (pitos). Niño de la Capea: Estocada atravesada y caída, y descabello (división y saludos). Estocada caída (dos orejas y salida a hombros por la puerta grande).Al final se desató el triunfalismo. El triunfalismo puede con todo. A veces nos preguntamos qué clase de público va a estas corridas de expectación máxima, con lleno de «no hay billetes», como era el caso de ayer. Un amigo nos apunta al oído que son ejecutivos o aspirantes a ello; y dentro de los ejecutivos o aspirantes a ello, los de mentalidad práctica a despecho de toda sensibilidad: es el único día en todo el año que van a los toros, han pagado caro su boleto, y su única meta es sacarles la rentabilidad máxima al tiempo y al dinero. Y la rentabilidad en los toros para estos casos ya se sabe cuál es: que haya orejas.

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Para las figuras, otro rasero

Las hubo. Le dieron dos al Niño de la Capeá, que además salió a hombros por la puerta grande. Misión cumplida. Como enloquecida abandonaba la gente los tendidos. Algunos no pararon hasta media noche de contar su proeza: «La única corrida a la que voy y resulta que es la mejor, pues se han cortado dos orejas. ¡La vista que tiene el chache!» Durante la faena que dio pie a este exultante resultado, el personal se ponía en pie, fuera de sí; los había que daban saltos de júbilo; en varios momentos se llegó al delirio. Estábamos atónitos. El toro -un dechado de clase, embestida larga y templadísima, nobleza absoluta- se tenía que quitar de delante el estorbo de la muleta, que el Niño de la Capea le dejaba enganchada en los pitones, y la reacción en el tendido era como si los más excelsos artistas estuvieran reviviendo en la arena de Las Ventas las páginas de oro de la tauromaquia. ¿Será posible? Es posible, porque todo convergía en esas orejas que inexorablemente habrían de caer al final. Otras veces, el torero prolongaba hasta el colmo la embestida, mandando en el muletazo, ligaba por si fuera poco, y la reacción en el tendido no subía ni un punto. Todo daba lo mismo: los trallazos y los naturales violentos, que los derechazos hondos o aquel cambio de mano por la espalda empalmado con un natural, donde no sabíamos si admirar más la quietud y poderío del diestro o la boyantía encastada de la res.

El espadazo con que el Niño de la Capea coronó su fragorosa faena no cayó arriba, sino más bien abajo, pero tampoco le importó al triunfalismo ni al presidente, que se había contagiado, y las dos orejas fueron concedidas. Al toro lo arrastraron rápidamente, con lo cual se le hurtó la ovación grande que merecía por su bravura y su temple; más aún que los trofeos el torero. Y con este encendido entusiasmo acabó una tarde que, ahora hay que decirlo, había sido de guasa y de fracaso.

La precaria condición de las reses mantenía en protestas casi continuas a los aficionados. Aparte las desigualdades de trapío, los pitones aparecían con una terminación sospechosa. y casi todos los toros blandeaban. Los tres primeros tuvieron casta, y los espadas no lograron acoplarse con ellos. El Viti estuvo aseadito a secas con el flojo primero. Teruel le cortaba cucamente la faena al segundo, que era noble y codicioso, y encima dio un recital de pico a dos manos que no se le toleró. Con el quinto, ignoramos el motivo, perdió los papeles. Niño de la Capea, que había hecho un valiente quite por chicuelinas, en el cual resultó arrollado y volvió a la cara del toro crecido en su pundonor, fue incapaz de superar con la muleta el leve gazapeo del tercero.

En el cuarto, la protesta fue general y sostenida, pues se trataba de un borrego. Flojo y aparentemente descastado, más topaba que embestía. El Viti le muleteó con su técnica excepcional y logró fijarlo en la franela para ligar pases de especial hondura. Hubo uno de pecho insuperable. Pero nada se le tenía en cuenta. ¿Es que la afición contestataria no apreciaba la maestría de este consumado muletero, acaso el mejor que tenemos?

Seguramente no era ese el caso. Allí no se trataba de enjuiciar las cualidades indiscutibles del torero, sino de valorarlas en relación con lo que tenía delante. La cuestión iba más allá de la pura estética o de la mecánica de la lidia. Se trataba de tolerar el fraude o de impedirlo. Es decir, estaba en juego el ser o no ser de la fiesta. Los aficionados no quisieron ser cómplices de esa ficción de toreo con un toro que era la negación de la raza de lidia, e hicieron muy bien. Porque si de adoptar un talante triunfalista se trata, es más lógico apuntarse a lo del último toro, que romaneó con fuerza, acudió crecido a dos soberanos pares de banderillas de Tito de San Bernardo y embistió a la muleta con la codicia propia del toro bravo. Y así el triunfalismo barrió con todo, sin una mínima oposición.

El "bunker"

Aquí los tenemos: en el bunker. Son los de siempre. Desde hace años se barajan siempre los mismos nombres: El Viti, Teruel, Manzanares, Paquirri, Niño de la Capea... O digámoslo de otro modo: los Chopera, Balañá. Rara vez dan paso a otros toreros. Vienen a esta feria (como a tantas otras) arropaditos y con lo que ellos llaman ganado de garantía. El ganado de garantía no sólo se define por el hierro y la divisa, sino también por la comodidad de las reses. La fórmula es buena: cortan orejas. Y más buena aún, pues por delante dejaron que exhibieran su poco oficio unos modestos toreros.

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