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El testamento de Dios

Parece que este verano va a ponerse muy de moda Dios. Pasó una larga temporada muy mala, unos años en los que Nietzsche lo mató; Lacan lo ridiculizó asegurando que no estaba muerto como Nietzsche pretendía, pero que era un inconsciente; el señor Hernández Gil lo envió al desván de los trastos inútiles, expulsando su imagen del despacho de la Presidencia de las Cortes, y hasta nuestra Constitución, presurosamente, con un provinciano deseo de estar a la page lo eliminó de su texto sin tener en cuenta, quizá, los sentimientos del pueblo español. Es verdad que aquí se blasfema a manta y se reniega a porrillo, pero ¿no es ello, al fin y al cabo, una manera brutal y carpetovetónica de demostrar la fe? No insulta uno aquello en lo que no cree, y hasta el mismo Anatole France escriba con desgarro que apuñalar la sagrada hostia es rendir tributo a la transubstanciación.Sea todo ello lo que fuere, es cierto que últimamente se estaba convirtiendo Dios en algo kitsch, hasta, si me apuran un poco, «carroza». La rehabilitación de Dios, su retorno, la revancha del Dios eterno de la Biblia, no iba a hacerse esperar. Nos llega ahora con el nostálgico encanto del «revival», cabalgando de nuevo al frente de la incruenta ofensiva israelita y ganando algunas batallas en las primeras escaramuzas: «Holocausto», «Moisés», hasta «Aleluya», premio de la canción en el Festival de Eurovisión; Samuel Pisar o la voluntad encarnizada de sobrevivir en un campo nazi, relatada de manera impresionante en «Le sang de l'espoir» y, sobre todo, el último libro del más preclaro representante de la nueva filosofía francesa. Me refiero, claro está, a Bernard-Henri Lévy y a su recientísimo libro «Le testament de Dieu», que es tan importante que seguramente nuestras infinitas casas editoriales, preocupadas en otros menesteres sin importancia, no lo traducirán en mucho tiempo. Aquí todavía seguimos anclados en aguas poco navegables y nos tragamos los manjares cuando despiden un sospechoso olor a podrido. Aquí, la verdad, aparcamos de oído. Todavía nos parece novedoso lo que ya no se lleva por el mundo. No sabemos que Marx, Engels, Sartre, Althuser y Gramsky son la literatura de grand-mère y aburren hasta a las ovejas; la sociedad de consumo engulle rápidamente a sus héroes y a sus ídolos. Los revolucionarios del mayo francés del 68 son ahora unos cuarentones con barriga que fabrican blue jeans para dieciochoañeros o soporíferos profesores en cualquier colegio convencional al acecho de una oportunidad para explicar su batallita. Sí. Exactamente igual como nos contaban nuestros padres las suyas. Y además...

Además, Bernard-Henry Lévy tiene poca simpatía por el marxismo. Por estos pagos hay terror a ser considerado antimarxista; los comunistas adoctrinan pacientemente y explican en sus catecismos que quienes se oponen al marxismo van en contra del sentido de la historia y no son más que unos reaccionarios de tomo y lomo que cometen un gran error que se paga, intelectualmente, muy caro. Ser antimarxista empieza a ser hoy tan peligroso para la salud intelectual como lo era para la física ser considerado «un rojo» en los años cuarenta. No sé si por mucho tiempo tan sólo para la salud intelectual, pues me temo que muchas víctimas están deseando convertirse cuanto antes en verdugos.

Este es un país de sol, de calor, de analfabetismo, de pereza mental. El análisis serio, profundo y lógico, no se nos da bien. Comparamos. Juzgamos por analogías. Y es un desastre. En ningún país del mundo los Cristos sangran y cuando salen a la calle -como decía Eugenio Montes- lo hacen siempre acompañados por parejas de la Guardia Civil. Para nosotros la virginidad de la Virgen que no sea la nuestra es más que discutible. Aquí el franquismo, que tal vez existió también antes de Franco, no fue realmente exorcizado, por lo que si se va de viaje una temporadita, volverá bajo otras formas. Eurofranquismo, eurocomunismo o un euronazismo que brotará pronto no son más que puestas al día del totalitarismo.

En realidad, y esa es una de las importantes lecciones del libro de Lévy, todos los totalitarismos son iguales. ¿Por qué al nazismo se le considera de derechas y al comunismo de izquierdas? ¿Qué diferencias existían entre Hitler y Stalin? Todos los asesinos pertenecen a la misma familia.

No es bueno recordar. Por eso en Camboya, los nuevos dueños, lo primero que hicieron fue destruir todos los archivos para suprimir lo que llaman la enfermedad del recuerdo. No es bueno recordar, repite el autor, que en la República de Weimar, Joseph Rovan registrara 150 votaciones en las que los comunistas juntaron sus votos a los nazis; que las SS y los marxistas lucharon codo a codo contra los socialdemócratas hasta 1932, y que en las huelgas obreras de Berlín constituyeran un verdadero frente popular, y que, mucho más tarde, en las secciones bistecs, rojas por dentro y pardas por fuera, comunistas y nazis fraternizaran mientras se iban instalando, un poco por todas partes, los primeros campos de concentración. A unos y otros les unía el antisemitismo, que era, en realidad, el odio al capitalismo. Marx no se equivocó, asegura B. H. L., al pronosticar la revolución en Alemania, pues la revolución en Alemania tuvo lugar con el nazismo. Al fin y al cabo, revolución viene de re-volvere, volver atrás, y todas ellas son un retroceso.

Por eso, ningún totalitarismo puede dejar de ser, en el fondo, pagano, añade Lévy, y todos los grandes enfrentamientos son guerras de religión. Moscú es la única ciudad del mundo donde existe un museo del ateísmo, en el que se celebra con esplendor la marcha al socialismo que no se hizo, la verdad, sin asesinar a muchos millones de judíos y de cristianos. Los circos romanos, a su lado, fueron un juego de niños.

En un francés culto y hermosísimo, con un dominio fabuloso del tema, B. H. L. nos muestra al viejo Dios de la Biblia con su furor y su incoherencia, más aparente que real. Arrogante, cruel, mortífero. Yahvé de los Ejércitos, pero también humilde y triste cuando ve a Isaías cultivar, desesperadamente, una viña rebelde que no llega a prosperar; y capaz también de llenar una copa agujereada, eternamente agujereada, con las lágrimas que llora por Israel. Lévy no cree en Dios, pero su discurso, por mil caminos distintos, le conduce hacia él. Quizá no esté lejos de Leon Bloy cuando afirmaba que todo cristiano sin heroísmo era un cerdo.

Dios goza de buena salud histórica. Vamos, que si Dios no lo remedia, tenemos Dios para rato. Bernard-Henri Lévy nos redescube ahora a unos grandes escritores olvidados, a Isaías, a Jeremías, a Ezequiel, a Daniel: Dios está rehabilitado. El señor Lavilla ha vuelto a poner el crucifijo en la Presidencia de las Cortes: es la revancha de Dios. Y a su testamento, al fin y al cabo, le llamamos las Sagradas Escrituras.

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