Dios no juega a los dados
Con ocasión del centenario de Einstein se han publicado en periódicos y revistas de todo el mundo artículos y estudios de mayor alcance, en los que se pretende dar una idea de cómo fue y qué hizo aquel hombre extraordinario como el que más lo haya sido, que vivió en un mundo lejano al de los demás mortales y que, sin embargo, tuvo una popularidad inmensa. El lector común y corriente ha de seguir reconociendo que nada o casi nada de lo que salió de su mente está al alcance de la propia inteligencia y saber. Piensa alguno que, en última instancia, sería más provechoso que los sabios dedicaran su tiempo a explicar por qué no se puede entenderle que consagrarlo a vulgarizar su pensamiento: cosa que nunca alcanzan. Claro es que profundizando más en el por qué no que cuando se utilizan los tres argumentos más sencillos. El primero, y más ofensivo también para el profano, es este: «Usted no entiende porque es muy bruto.» Esto no satisface. El segundo, menos hiriente, es: «No entiende usted porque no sabe física ni matemáticas.» El tercero, más consolatorio, será: «Usted no entiende: porque aun entre físicos y matemáticos los hay que no están preparados para ello.» Este tercer caso de respuesta le deja a uno respirar. Pero, con todo, después de haber leído artículos, exposiciones, biografías, el que escribe insiste en que sería provechoso iniciar la publicación de una colección de libros que, en vez de llevar títulos pretenciosos y engañosos, como pueden ser los de Para comprender a Einstein..., Lo que sabemos de... o La relatividad explicada, tuvieran un título y un contenido negativo y modesto: Por qué no comprende usted a Einstein o Por qué no comprende usted... esto, aquello o lo de más allá: desde los misterios del cálculo físico-matemático a los de la música u otras formas de arte moderno. Explicando el «por qué no» se pueden aclarar más las ideas que intentando demostrar que el «por qué sí» es asequible. Dejando aparte las razones que van contra el lector, como son las de su posible brutalidad o ignorancia, puede haber otras que incluso vayan a su favor. Alguien con autoridad podría escribir, por ejemplo, una obra en la que se llegara a la conclusión de que el arte de Fulano o de Mengano no se comprende... «porque en él no hay nada que comprender». Esto sería confortador y hasta refrescante. Nos daría cierta confianza en la propia mollera. Por otra parte, algo del pensamiento de los grandes sabios es siempre asequible a nuestra comprensión: pero esto que comprendemos no es menos problemático que lo que pueden pensar otros hombres más vulgares.En este centenario se ha recordado una y otra vez que Einstein, en cierto momento decisivo de su vida profesional, afirmó: «Dios no juega a los dados.» Lo cual parece demostrar que tenía creencia en cierta forma de divinidad única y suprema. También creía que esta divinidad ha establecido leyes, que no dejan nada fuera de fórmulas generales que él buscó hasta el fin de su vida. Parece que algunos físicos más jóvenes que Einstein tuvieron la tendencia a pensar, basados en ciertos experimentos, que Dios, de cuando en cuando, movía el cubilete y jugaba con varios resultados. Einstein salió al paso, eliminando ideas parecidas a las del azar y la indeterminación. A los que andamos flojos en física y un poco menos flojos en historia este enfrentamiento nos trae a la memoria cómo se enfrentó la vieja y poco agradable doctrina de la Predestinación con la del Libre Albedrío. Decían los que siguen la primera: «Todo está en la mente de Dios. Tan prevista la salvación como la condenación del hombre.» Los contrarios dejaban un margen relativo a la libertad. No va uno a pensar que las semejanzas entre la flamante, joven y robusta física del siglo XX y la vieja teología moral van muy lejos. No va a creer que hay una física agustiniana, calvinista o jansenista y una física pelagiana y jesuítica. Pero esto de que el físico mayor de nuestra época haya dicho que Dios no juega a los dados es como para preocupar. Porque si no hay un poco de azar en la vida. física (como en la vida moral) hemos hecho las diez de últimas, igual que cuando nuestro juego de mus es malo.
Es bueno para el hombre creer en que hay leyes morales superiores: pero en la vida moral hay horrores sin cuento y no se ve que se remedien. A algunos les seduce pensar que también las leyes físicas y naturales son estupendas. Otros no estamos tan satisfechos porque el carnívoro se coma inexorablemente al herbívoro y la araña a la mosca. En la vida hay cosas espeluznantes y desagradables. Si pudiéramos pensar que se deben a una mera «mala jugada» ocasional de la divinidad, esto nos produciría algún consuelo. Pero parece que no: que Dios no juega a los dados. Todo está previsto, y sometido a ley. Ahora a grandes leyes físicas descubiertas que sirven a míseros intereses humanos: aquí están -en efecto- las centrales nucleares, la bomba atómica, la de neutrones. Combinación rara de intereses materiales en grados no muy altos con la alta especulación científica. Hay que pensar también, en consecuencia, que Dios ha pensado cómo se desencadenan las guerras, civiles o internacionales, cómo llegan las revoluciones y que hasta ha determinado el resultado de las últimas elecciones municipales y lo que se dice en ciertos tratados de literatura, para nuestro tormento o angustia. Todo esto no es agradable, y, en última instancia, al que sabe poca física, tampoco le gusta mucho el juego, y además al algo propenso al politeísmo le gustaría más pensar que estamos dominados no por Dios, sino por los dioses antiguos, los cuales no sólo podían jugar a los dados, sino también triscar, retozar, perseguir a casadas y doncellas, emborracharse, enfurecerse y descargar su ira sobre los mortales. En estos casos nos vendrían grandes males. Pero, en otras ocasiones los dioses estaban plácidos, serenos, propicios, y hacían que las mujeres y los niños se pusieran gordos y colorados y que los hombres pensaran cosas hermosas y las realizaran.
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