Tercio de varas
En la primera etapa las almas benditas siempre exclaman qué barbaridad, han matado a otro guardia, han asesinado a otro chaval en la acera de la calle Goya, han puesto otra bomba en el suburbano, se han llevado cien millones de Correos, dónde vamos a parar. La buena gente se persigna ante la víctima de turno que tiene las pupilas dilatadas por el asombro y el vecindario la cubre amorosamente con una manta en espera de que lleguen los del juzgado. Vamos, circulen, circulen. Y el fino contribuyente circula con una repulsión todavía por la sangre y con cierta admiración cinematográfica por el atraco limpio que no ha causado bajas. Se trata de la primera etapa de la corrida, cuando aún se desmayan las turistas. Pero llega un momento en que la nariz del ciudadano se acomoda a ciertos hedores y en el graderío se produce un grado de insensibilidad frente a los caballos destripados.La guerra civil nunca se produce por un corte brusco de la convivencia, precedido por un silencio pánico en el que los monos del zoo se ponen muy nerviosos. Tampoco lo anuncian los clarines del tercio de muerte. La guerra civil es más bien una lenta bajada en la que el olfato colectivo se va adecuando paulatinamente a la putrefacción, a la teoría del descabello, a un espacio donde los cadáveres ya no huelen. Cuando la cadencia científica del asesinato político es noticia de primera página, que todavía vende papel en el kiosco, se puede pensar que la pituitaria del ciudadano tiene un grado de inocencia. Lo malo es si este olor dulzón de la muerte pasa al interior aséptico de los periódicos, alineado junto al desfalco, a la suspensión de pagos, a los accidentes de carretera en el fin de semana, a la quiebra de una empresa, al atraco de un ciego en el Metro de Noviciado. Los preliminares de una guerra civil siempre se comentan en la sobremesa, alternando las alabanzas de la lubina, del entierro multitudinario, las yemas de la tía Enriqueta y el buen comportamiento de las masas en la manifestación. La guerra civil es un acomodo de la nariz.
Lo están haciendo muy bien. Estos profesionales, tan expertos, camuflados en el graderío, miran de reojo el anillo de cuervos que planea en el cielo nítido sobre la fiesta nacional, toman cerveza durante el tercio de varas y sonríen apeando el veguero de la comisura al comprobar que le ha dado una lipotimia a la extranjera. Total no es nada. El animal lleva en el morrillo un espejo de sangre y las banderillas lucen los colores de la madre patria. Esto es cosa de hombres. Todo es cuestión de esperar. Primero se echan al ruedo los animadores por parejas, todas de la misma camada, bailan el pasodoble de las pistolas e invitan al espontáneo a que baje a la pista. Y los espectadores exclaman, qué barbaridad, han matado a otro guardia, han asesinado a otro chaval en la acera de la calle Goya, han puesto otra bomba, dónde vamos a parar, mientras se llevan en camilla a la inocente turista desmayada.
Pero llega un punto en que el pesimismo fragua. Y oyes a esa dulce ancianita que toma el té en una elegante cafetería cuando grita que hay que matar con la boca llena con un pastelillo de nata. Contemplas las ventanas herméticas del barrio de Salamanca, presientes que sus dueños tienen el ventilador puesto, llenos de paranoia, mientras la marea obrera del 1 de Mayo llega al borde de su playa privada. Todo comienza con un miedo mutuo consolidado, sin frente de operaciones, sin trincheras definidas, como un Brunete regulado por semáforos, con los guardias urbanos que no dejan detenerse a los guerreros. Circulen, circulen.
En este país se ha llegado a un estado de naturalidad frente a la muerte. Mientras la televisión se esfuerza en establecer una amable realidad paralela en el ánimo colectivo, se posa una capa de estiércol que sin duda promete una buena cosecha. Yo no soy gafe ni anuncio grandes batallas. La guerra civil moderna no es más que una desmoralización. Y la noticia tampoco la dará el telediario.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.