Los sótanos de Estambul
Los verdugos son morenos, de cabeza rapada, por exigencias del guión, y cumplen su trabajo en los sótanos de la Mezquita Azul, en las cavernas del palacio de Solimán el Magnífico. Una calima de oro, fustigada por las oscuras sirenas de los barcos que atraviesan el Bósforo, incendia las cofas de los minaretes y las cúpulas ardientes de las grandes ollas. Estambul está siempre allá con sus hedores de lavaplatos sobre los escombros, soldados renegridos con el mosquetón herrumbroso que guardan cada sucursal de banco. Allí el Corán no huele a almizcle y a boñiga de pollino, tan dulce y medieval, sino a alcantarilla taponada Por residuos de motocarro, pero el crepúsculo difunde un vaho dorado sobre las tres culturas superpuestas en Bizancio. Antes de caer en el infierno, el joven dorio ha mandado una tarjeta postal a sus padres de Oklahoma. El cristianismo está pasteurizado. El Nuevo Testamento ha sido desinfectado y ahora te encuentras la Biblia atada con un lazo sanitizet sobre la mesilla de noche en el hotel Baur au Lac, de Zurich. Además, siempre tienes el cónsul de tu país a mano, y donde hay un buen cónsul cristiano ya no existe el infierno. Santa Sofía, la mezquita de Sultanhamet, el palacio de Topkapi, son residuos llenos de gloria de tres culturas, sobre las que ahora florece la cuarta, la religión del hachís, la nueva ciencia que tiene el paso obligado por el Bósforo. A la primera calada te quedas con el cuello torcido, como el santo bizantino del mosaico. Pero en la vertical de la daga del sultán Mahmut, formada con esmeraldas como cacacolas están los verdugos de cabeza rapada que apalean las nalgas de los neófitos.Los cruzados de la últma cultura son jóvenes dorios de Oklahoma, cargados con el saco de dormir y un kilo de chocolate troceado, pegado con esparadrapo a las partes íntimas del cuerpo. Llega un momento en que el verdugo elige con los ojos a uno de ellos en la aduana, porque lo considera digno de bajar a las cloacas, y entonces comienza la película El expreso de medianoche, ese exorcismo montado por los americanos para que sus hijos prefieran siempre la hamburguesa a la marihuana.
Cada religión tiene su propio sistema de castigo. Cada cultura posee su propio sumidero, porque los que buscan frenéticamente la verdad siempre corren el riesgo de encontrarla. El expreso de medianoche no es propiamente una película, sino la visión infernal de la nueva ciencia del hachís. A los turcos se les ha encomendado el papel de demonios rapados, señores del alcantarillado de Occidente. Allí nadie come baklaba, la delicia de miel, nuez, hojaldre y almendra derramada sobre una danza del vientre. De vez en vez, la cámara asciende desde el sótano, donde el joven dorio de Oklahoma es violado, hasta la dulzura de las cúpulas de las mezquitas doradas por el crepúsculo y la pantalla compone brevemente esa tarjeta postal tan rebosante de felicidad turística que un día recibieron sus padres. Pero en seguida el operador vuelve a bajar al infierno para analizar minuciosamente el camino del condenado hacia la locura. Ningún tipo de horror le ha sido ahorrado al patio de butacas.
Y todo por dos kilos de chocolate que este inocente capullo americano tan rubio no pudo pasar por el Bósforo. Pero a veces un pecado mortal suele ser más estúpido y, sobre todo, más barato, y si mueres ya se sabe lo que sucede. El expreso de medianoche es una película sobre la moderna teología, que no trata de rubios buenos y morenos malos, sino de pecadores contra la nueva cultura que no saben sonreír con gracia al tipo de la aduana y caen en el infierno de una cárcel. Y desde allí, aspados en el potro de la tortura, ven el paraíso perdido lleno de hamburguesas con zumo de tomate, palomitas de maíz y cocacolas con toda la familia reunida frente al canal número quince de la televisión, donde sonríe Doris Day. Arrepentíos, hermanos.
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