Un pasado que no se puede archivar
Siempre es bueno que haya científicos sociales que no olviden el consejo de Wright Mills de incorporar a sus investigaciones un espíritu artesanal que las ponga en línea no sólo con el necesario rigor del logos, sino también con el no menos necesario pathos del sentir colectivo. No demasiados autores saben saltarse la tentación de la aridez especializada para incluir a su obra en el marco de las grandes sensibilidades (podría citarse en este sentido, aparte del gran nombre recordado, a Oscar Lewis y entre nosotros, a otro hombre de inquietud etnográfica, Pancho Marsal, ante cuya trágica desaparición quiero expresar desde aquí mi condolencia.Pero todavía es más saludable, creo, que la apertura interdisciplinar y el compromiso moral lleguen a manifestarse por medio del cultivo de géneros distintos del propio (como es el caso, entre nosotros, del impar José Luis Sampedro). En este sentido, permítaseme que dé la bienvenida a la presente excursión novelística del sobradamente co nocido en España historiador nor teamericano Gabriel Jackson por el solo hecho de su aparición.
En ese ayer casi olvidado y mudo
.. Gabriel Jackson. Barcelona. Grijalbo, 1978; 394 páginas.
El ayer mudo y casi olvidado (folded en el original, esto es, literalmente archivado), al que se refiere el autor, tomando la expresión del bello poema de Carl Sandburg que sirve de lema al libro, es el de los primeros años cincuenta en Estados Unidos, la ola de plena guerra fría y represión mac carthysta. El personaje central, un anarquista español vencido y exiliado en 1939, que ha terminado por trabajar de picapedrero en una cantera del estado de Vermont, cerca de la frontera canadiense, tiene la mala fortuna de ser detenido como sospechoso de un ases¡nato, presumiblemente motivado por razones de espionaje industrial, cuando se dispone a regresar a su casa en coche, de la ciudad a la que ha ido a celebrar con otros compañeros, como cada año, el 14 de abril (Jackson utiliza nombres imaginarios para los lugares en los que transcurre la acción principal; la zona, situada vagamente al noreste, podría ser Massachusetts o el Maine). En circunstancias normales, Luis Baroja (que así se llama nuestro protagonista) hubiera sido puesto inmediatamente en libertad, dado lo infundado de la sospecha. Sin embargo, ocurre que sus características -republicano maldito; anarquista que no quiere someter a autoridad alguna el libre amor-por su compañera; indocumentado; extranjero o alien, como aún se dice en la jerga burocrática USA, prolongando el viejo recelo hacia el «bárbaro»; y encima latino, o sea, no demasiado blanco- le hacen aparecer como chivo expiatorio cualificado de una comunidad -esa Middle America, puritana, anglosajona y protestante- que descargaba sus frustraciones y su incapacidad de asumir los nuevos derroteros del cambio social en la caza de «rojos». Aparte de ello, Luis es utilizado como trampolín de ascenso por parte de políticos sin escrúpulos, que pueden más que las hostigadas gentes liberales y de izquierda que salen en su defensa.
La novela desárrolla un problema -la condena por causa no de lo que se hace, sino de lo que se es o se piensa- que tiene un ilustre precedente literario -El extranjero, de Camus- y otro histórico de triste recuerdo -el asesinato legal de Sacco y Vanzetti-. Y lo desarrolla rnuy entrañablemente, si bien con el inevitable lastre de estereotipizacion, ingenuidad, desmayos de ritmo por exceso o por defecto, y trabajosidad de tropos, propio por lo general de cualquier ópera prima creativa. Pero esto no quiere decir que no se sostenga literariamente hablando: así, los capítulos dedicados a la vista del juicio, en los que el autor se revela como hábil cronista polícíaco-político, tienen auténtica garra de relato de acción. Además, se me ocurre que lo brusco o ingenuo de las descripciones (rasgos que se evidencian, por ejemplo, en las contenidas escenas eróticas), a inserción de fragmentos discursivos y el desequilibrio (que quizá alcance su clímax en la única y es porádica aparición del sugerente coleccionista, y también se hace ver en la para mi gusto, no del todo aprovechada, aunque sí sólidamente construida figura del patélico profesor Whitcomb) pudieran ser recursos empleados, no sé cuán conscientemente, en seguimiento del tierno estilo y desaliñado plan narrativo de don Pío Baroja, a quien Jackson, entonces, homenajearía por algo más que por la elección de ese mismo apellido para el protagonista.
Volviendo al contenido, el libro recrea una época mezquina hacia la que se puede mirar ya en perspectiva, pero nunca sine ira. Esto es lo que hace al autor: reconstruye una de las págin.as más negras de a historia de su país con el tino de quien conoce el oficio, pero también con la rabía de quien no se puede resignar a haber tenido un pasado tan pobre. Jackson pinta la miseria del maccarthysmo, oponiéndole la idealizada integridad de una «España peregrina» a la que rinde tributo. Pero no todo son luces y sombras: la contrapuntística figura del abogado irá radicalizando su liberalismo complaciente ante el brusco choque con la realidad que le supone el hecho de hacerse cargo casualmente del caso Baroja y, a la luz de ello, entablar nuevas relaciones (incluso afectivas), rompiendo con sus moldes. Y será él quien en el epílogo, en el umbral de los años sesenta, represente simbólicamente a una sociedad norteamericana que empezaba a desaletargarse (a la vez que en España comenzaban a cobrar cuerpo los movirnientos populares en lucha contra la dictadura, al compás de la incipiente modernización).
No obstante, ni siquiera ese moderado optimismo final basta para desempañar la amargura que produce la rememoración de un tiempo todavía no enteramente liquidado.
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