Ultimas tendencias del arte americano en Nueva York
Ante una muestra como la Bienal de Arte Contemporáneo Americano sentimos una primera impresión de despiste total: el placer que nos produce una obra de arte depende, en gran medida, de nuestra capacidad de situarla, aunque sea vagamente, en un contexto; y aunque no me cabe duda que esto es resultado de la historia del arte -enseñada como historia del progreso en el arte- que hemos disfrutado o padecido, no es éste el lugar para discutir si tal actitud es adecuada o lamentable: está ahí, y de ella participan no sólo el público, sino también los artistas. Parece, por tanto, lógico esperar del cátálogo de una exposición de las tendencias más diversas y representativas de la vanguardia americana actual, que nos ayude a entender y gozar de lo expuesto, situando a cada obra en una corriente histórica y de investigación.No es que sea tarea fácil clasificar ni describir las últimas tendencias del arte actual, y esta Bienal es demostración palpable e indigesta de ello; razón de más para aplicarse en el intento en vez de cubrir el expediente con cuatro etiquetas pretenciosas y vagas o, por lo menos, para reconocer la imposibilidad de llevarlo a cabo e intentar razonar las causas de tal imposibilidad.
Tal vez intentándolo, aquí descubriríamos algunas preguntas interesantes, como la de si tiene algún sentido celebrar bienales -adelanto que para mí la respuesta es que no. Pero, ¿de verdad es imposible etiquetar las. diversas áreas en que plantea su investigación el artista de hoy?-. Lamento la manera tan cursi de describir la actividad del artista, pero no pido perdón por ello: es la convencional de un tiempo a esta parte. Yo creo que no; creo que, salvando la obligada simplificación que toda etiqueta conlleva, y puesto que de lo que se trata es de ayudar al público, aún se pueden usar las viejas categorías de abstracto y figurativo, con sus respectívas subclases: expresionista, minimalista, conceptual, realista, hiperrealista, surrealista, realista mágico, etcétera.., terminología que presenta una doble ventaja: por ser casi universalmente conocida, indica al atrevido turista por dónde van los tiros y, precisamente por estar ya muy vista y todo el mundo de acuerdo en que es esencialmente imperfecta, le permite dárselas de listo y no tomársela al pie de la letra.
Supongo que lo que impide la adopción de medida tan razonable en este caso tiene menos que ver con una posible y necesaria revolución en la episitemología de los críticos y conservadores de museos que con el elemental -y cómplice tacto, que aconseja no mentar la soga en casa del ahorcado: en un ámbito cultural en el que las vanguardias artísticas se suceden -literalmente, se eliminan- con periodicidad cada vez más breve, y en el que parece que la última moda conceptual presenta claros síntomas de rigor mortis, tanto los críticos como los artistas están con las orejas tiesas, esperando oír o intuir cuál va a ser la próxima novedad, y con un santo temor a que les pillen, como se dice aquí, with their pants down -en bragas, sería el equivalente castizo-, es decir, aplicando o dejándose aplicar categorías de la temporada anterior.
En resumen, que estamos probablemente en un momento apasionante, en el que nadie tiene ni idea de qué va a pasar, porque las respuestas se están cociendo en lofts y talleres de artistas desconocidos, en alguna escuela de arte o quizá aun en los kindergarten; que los museos, por muy de vanguardia que quieran ser, van a lo suyo, que es lo representativo -¿de qué?, ¿de quién?: de quien compra y quien vende; que intentan cubrir su desorientación con un cajón de sastre, que incluye a artistas tan consagrados como Liclitenstein o Frank Stella (¿por qué no a Warhol, Lee Strasberg o Norman Rockwell?), o tan jóvenes como Rita Myers, o tan insignificantes y mediocres como Robert Arneson, y que intentan legitimizar la falta de criterio en su selección, balbuciendo pedanterías destinadas.
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