El retomo de "La Torna"
Dentro de escasos días, el Consejo Supremo de Justicia MiIitar dictaminará si Albert Boadella, acusado de ofensa a las Fuerzas Armadas, al igual que su compañero Ferrán Rañé y que los otros miembros de Els Joglars ya indultados, ha de comparecer ante un consejo de guerra o si es la jurisdicción ordinaria quien debe conocer en su caso. Las circunstancias en que se produce esta segunda vuelta del affaire La Torna -vigente ya una Constitución, refrendada por la mayoría de los españoles y sancionada por la Corona, que expresamente limita al ámbito castrense la competencia de los tribunales militares- inducirían a creer que se trata de un simple trámite, encaminado a facilitar a esta lamentable historia un desenlace que, sin duda, sería el mejor para todos. Pero en nuestro país, según aseguraba alguien tan lúcidamente pesimista como don Francisco Silvela, nunca deja de ser probable lo que no parece posible, y muchísimo temo que todos cuantos deseamos que los tribunales civiles hagan justicia a Boadella, dictando una sentencia que no resulte onerosa para la imagen pública de las Fuerzas Armadas y para la concordia ciudadana de los españoles, habremos de mantener de hoy hasta entonces activamente ocupadas ambas manos en tocar madera, mientras nos preguntamos con aprensión si no tendremos que llevámoslas, muy pronto, a la cabeza.Que la Capitanía General de Cataluña haya solicitado del Consejo Supremo esa resolución y que Boadella no haya podido beneficiarse de una libertad condicional que la justicia civil ha concedido en la causa que le sigue por evasión, no son, por el momento, signos esperanzadores. Al parecer, la atribución de competencia al consejo de guerra podría fundamentarse en el hecho de que, si bien la Constitución es suficientemente explícita al respecto, no existe todavía una ley, que la propia Constitución anuncia, regulando el ejercicio de la jurisdicción militar en el ámbito estrictamente castrense. Pero entre tanto, si para colmar el vacío se aplica la normativa anterior, el resultado será incompatible con la letra de la ley fundamental que hoy rige la convivencia de los españoles. No atenerse a la misma, en razón de la inexistencia de la ley ulterior que en ella se postula, es apurar el problema hasta un grado de exquisitez técnico-jurídica que no sé si en definitiva podría sostenerse, y que auditores y letrados apreciarán en lo que pueda valer. Sospecho, no obstante, que más allá del reducido círculo de los entendidos, serán pocos los paladares jurídicos lo bastante refinados como para saborear de buena fe esta segunda taza de caldo.
Es cierto que los problemas con que la Corona, las Fuerzas Armadas, el Gobierno y los partidos de oposición han tenido y tienen que lidiar durante este período de cambio institucional son muchos, todos urgentes, todos graves. Al fin y al cabo, cuando estalló hace año y medio, el caso Joglars era sólo eso: un caso. El Gobierno, o no se preocupó o no lo aparentó; la oposición parlamentaria fluctuó entre el regocijo malicioso ante la embarazosa posición de aquél y las supremas conveniencias de no envenenar el consenso y de no molestar a las Fuerzas Armadas. Y así se dejó que el asunto derivara a su aire, entre el Scilla y Caribdis de la estricta aplicación de la justicia militar -cuando todavía no existía Constitución- y el bienaventurado romanticismo asambleario de las movilizaciones en favor de la llibertat d'expressió. El resultado fue catastrófico, en sufrimiento personal, para Els Joglars. Y no fue bueno para nadie, empezando por las propias Fuerzas Armadas.
Al plantear una lucha reivindicativa por la libertad de expresión, los extraparlamentarios -ilusionados en agudizar las contradicciones, según los cánones clásicos del voluntarismo izquierdista- iban más allá y a la vez se quedaban más aca de lo que constituye el nucleo detonante del caso Joglars. Y lo mismo el teniente general Coloma Gallegos, cuando afirmaba que todas las -actuaciones seguidas eran rigurosamente conformes a la ley vigente. Es verdad, y lo sabíamos todos, pero no se trataba de eso. Pienso que el hábito del pensamiento militar quizá le llevase a entender la vigencia de una ley a la manera en que en el Ejército ha de entenderse la de una orden o una consigna, y esto no es ni mucho menos así. Las órdenes son siempre específicas; las leyes, genéricas. Las órdenes se ejecutan; las leyes se aplican, y requieren, por tanto, una consideración previa acerca de la procedencia de aplicarlas a un caso concreto, en una situación concreta. Mientras no haya contraorden expresa, la orden debe ejecutarse inexcusablemente; las leyes pueden caer en desuso sin dejar de estar formalmente en vigor. Creo que esto es así incluso para las leyes militares. O al menos así ha sido para las famosas Ordenanzas Militares de Carlos III: hace bien poco supimos los españoles que un número sustancial de ellas no se aplicaban ya, a pesar de no haber sido, hasta ahora, derogadas por una disposición del mismo rango. Sencillamente, resultaban improcedentes en el contexto de la vida militar actual. Y si tal ocurrió a las normas fundamentales de régimen interior del Ejército, parece inevitable pensar que tal debiera ocurrir a aquellas otras que le implican en su relación con la sociedad, cuya protección y defensa son su razón de ser, puesto que el Ejército es una institución, pero la sociedad es una realidad abierta y mucho más susceptible al cambio.
Y en el cambio de la sociedad española se funda una contradicción que, al menos para el Gobierno y la oposición parlamentaria, resultó tan aguda que a toda costa decidieron no darse por enterados. Pensarían que a fin de cuentas el caso no era importante, sin advertir que era terriblemente significativo, puesto que venía a poner en cuestión la credibilidad de ese otro cambio, el institucional y político, a mayor gloria del cual se le ignoraba. Con ello, y a un nivel más profundo que el de la política -el de la sensibilidad moral de muchos-, éste se convertía en una mera operación cosmética, desconectada por completo del hecho histórico en el que encuentra su verdadera y única justificación: el cambio real experimentado por la sociedad española, por la vida española, por las mentalidades españolas, a cuya luz el caso Joglars aparecía tan literalmente legal -y hoy, con la Constitución aprobada, ni siquiera eso es- como efectivamente anacrónico.
Sólo en las páginas de la ley se muestra la ofensa como una realidad objetiva inmutable. La apreciación de su existencia de hecho es, por fuerza, siempre aleatoria, y tanto como el ánimo de ofender cuenta en ella el criterio convencional que la sociedad circundante tiene de lo que ofende, y el ánimo de darse por ofendido. Hace treinta años, la palabra «rojo» constituía delito de injuria, conforme a jurisprudencia que el Tribunal Supremo supongo no se habrá molestado en rectificar expresamente, sino que habrá dejado arrumbada en el más confortador de los desusos. Tal como los acontecimientos del pasado año se produjeron, la inocencia o la culpabilidad de Els Joglars se convirtió en una cuestión secundaria si se la comparaba con la espantosa desproporción existente entre causa y efecto.
Ahí, en la desproporción entre la causa y sus efectos, cuando se contemplan una y otros en el marco de nuestra realidad actual, sigue residiendo, todavía, el potencial detonante del caso Joglars. Ojalá que la probabilidad de un nuevo consejo de guerra no pase de pesadilla imposible, ojalá que en la España de ahora don Francisco Silvela no pueda tener razón. Con la atribución de competencia a la jurisdicción ordinaria nadie ganaría más que las Fuerzas Armadas, pero cada cual, por modos diferentes y complementarios, algo saldría ganando en este país: Corona, Gobierno, partidos de la oposición y -como alguien decía, aunque de su nombre no quiero acordarme- españoles todos, Boadella incluido.
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