Retrato del artista con su leica
La segunda vida de Agustí Centelles, fotógrafo, empieza en 1976, el día en que decide recuperar su archivo de guerra y revolución. De Carcasona, Jondt, donde estaban a buen seguro, le vuelven más de 4.000 clichés. Todas las fotografías tomadas por él en aquellas históricas circunstancias. Ahí quedaban registrados le grande y lo pequeño, la heroicidad y la barbarie, las mayúsculas de la historia y los pequeños sucesos, que constituyeron su trama cotidiana. A medida que vuelven a ser positivados sus clichés, Centelles se nos aparece como mucho más que un simple testigo ocasional. Si hacía falta, a estas alturas, alguna prueba de que ser fotógrafo (más concretamente, fotógrafo de reportaje) es ser ante todo un creador, ahí la tenemos. Además de saber servirse periodísticamente de su recién estrenada Leica, el autor de estas imágenes trasciende en todo momento los límites del «género».Cuando la controvertida Bienal veneciana de 1976, la muestra española se completó con una sección de fotografías en torno a nuestra contienda. En el catálogo, Furio Colombo señalaba acertadamente que «con la guerra de España nace la comunicación visual de los sucesos». Mas, por una extraña carencia, apenas se manejaban allí otras pruebas que las colecciones de los grandes semanarios internacionales: Life, L'Illustration, The Illustrated London News, L'Illustrazione Italiana. Entre tantas páginas, quedaban algunas obras memorables, auténticos clásicos, auténticas elegías, como la de Robert Cappa. Sin embargo, hojeando aquel catálógo, y en parte debido a lo empastado de las reproducciones, acaba ocurriéndonos algo parecido a lo que sentimos viendo Morir en Madrid: que todo se convierte en documento nebuloso, en acumulación de flashes supertramados, supermanipulados, convertidos casi en página de sucesos dispuesta a ser manipulada nuevamente por un Warhol. Salvo excepciones, en aquellas fotografías acaba operando una cierta banalización del hecho guerrero, de la atrocidad, del absurdo. Igual podría ser Madrid que Stalingrado, Barcelona que Londres.
Agustí Centelles
Galería Redor/Canon. Villalar, 7
Asimismo, en la nebulosa, hasta la fecha histórica se nos convierte en lejana. Y aunque es cierto que algo de lógica hay en la hiriente «neutralidad» de cualquier testimonio de la destrucción, no es menos verdad que hacía falta una visión como la de Centelles para devolverles nueva vida a aquellos hechos concretos, que en otros documentos ya son puro estereotipo. Hacía falta esa visión de artista, apoyada en la excelente calidad técnica de negativos y copias. Hacía falta esa épica en ocasiones cordial por la que se rompe con los esquemas informativos. Hacía falta que alguien mostrara esa luz en los árboles bajo los cuales, el 19 de julio, se apostaron los hombres fieles al Gobierno de la República.
Hacía falta que alguien hubiera visto mucho cine, para conseguir esos encuadres increíbles, esas fotos tomadas en plena acción y nítidas como las más calculadas. Igual que otros excelentes reporteros gráficos -y pienso ahora en Cartier-Bresson-, Centelles supo estar en el momento oportuno, fíjarse en los gestos y en las miradas que simbolizaban aquella lucha. Nada de magia blanca en esto, sino tan sólo sabiduría para convocar la foto magistral. Un ejemplo, entre tantos, podría ser esa imagen en que dos milicianos, junto a un cartel que dice lacónicamente Al frente, sonríen, enfocados por los faros de un automóvil. Cálculo propagandístico o pura casualidad en una noche aragonesa, el resultado está ahí. Lo mismo podríamos decir de esa terrible cola de votantes, presumiblemente contrarios al Frente Popular de 1936: casi llegamos a pensar que son figurantes, hasta tal punto representan inmejorablemente su papel social.
Series enteras, las dedicadas al 19 de julio, al frente de Aragón, a las milicias libertarias (Los Guerrilleros de la Noche, los Aguiluchos), a los bombardeos de Lérida, a los campos de concentración franceses, quedarán como testimonio insustituible. Asimismo, algunos retratos alcanzan auténtica categoría humana. Heladora, malrauxiana, con su uniforme y su gran pistolón al cinto, Margarita Nelken. Paradójicamente elegante, de una nostálgica elegancia muy 1930, una anónima miliciana de ERC. Por fin, un retrato inmediato, y no un cromo, de Andreu Nin. En cuanto al trío Antonov-Oseenko. Companys y Tarradellas, sorprendidos en amigable compañía nada menos que en el entierro de Durruti, por encima del tiempo, y recubriendo la distancia que va de la GPU a UCD, componen una de esas imágenes en las que la historia llega a ser trágicamente irónica.
Sería Imposible enumerar siquiera todas las sugerencias que encierra una nuestra como la de Centelles. Esperemos que de ahora en adelante -y más a partir de la aparición (inmediata al parecer) de su libro- no hará falta insistir ya en su obvia condición de clásico.
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