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Tribuna
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El cuerpo del niño

Todo niño normal tiene unas necesidades expresivas que habitualmente vehicula a través de tres vías: el cuerpo, el comportamiento y la organización mental. El sufrimiento de diferente tipo, las privaciones, las inadecuaciones, los conflictos, las dificultades de cualquier orden, provocan tensiones y ansiedades que van a reflejarse (normalmente, en forma pasajera si las causas son transitorias o poco importantes) en el cuerpo (por ejemplo, mediante vómitos, dolores de tripa, dolores de cabeza); en el comportamiento (mediante inquietud, irritabilidad, distracción, desobediencia ... ), o a través de la mente (con miedos, obsesiones, ideas depresivas ... ).Todo niño puede, y debe poder, manifestarse a través de cada uno de esos canales, siendo más electiva y adecuada la utilización de uno u otro de ellos según las circunstancias. Cuanto más pequeño o más inmaduro sea el niño, más recurrirá (por supuesto, de forma generalmente inconsciente, no intencionada) a la expresión corporal y comportamental, y cuanto mayor y más evolucionado sea, más acudirá a la elaboración mental, sin que, no obstante, haya de estar anulada en él la disponibilidad de las otras vías.

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En determinadas situaciones, y evidentemente también en los adultos, incluso en los sujetos mentalmente más sanos, la eclosión de un síntoma o de una enfermedad del cuerpo puede ser más oportuna para el equilibrio total de esa persona que concienciar o vivir un conflicto que le deprimiría excesivamente en ese momento, y eso a pesar de que la mentalización de los propios problemas es una respuesta cualitativamente superior en la línea del desarrollo de la per sonalidad.

Quiero decir con esto que el cuerpo no es el sujeto pasivo, una materia neutra, sobre el que incide activa y decisivamente un agente externo, llámese accidente físico, germen infeccioso o lo que sea. El cuerpo -el soma- es la respuesta hacia fuera de una persona, con su historia y sus vivencias, sus conflictos e insatisfacciones. Nuestra cultura reprime el cuerpo, se avergüenza de su carne y de sus órganos, y ejerce gran parte de la educación sobre el niño trasmitiéndole esa disociación mente/cuerpo.

Entender, básicamente de forma intuitiva, el lenguaje del cuerpo y del comportamiento de su bebé es la principal función de la madre. Ella podrá realizar tanto mejor esa tarea cuanto mayor y más positivo sea su interés por el hijo, cuanto mejor pueda comprenderlo y discriminar sus necesidades, y esto depende tanto de que el niño emita señales claras de sí mismo y de sus deseos como de que la madre sepa, pueda o quiera recibirlas, adecuarse a ellas y responder. ¿Cómo va a ser el encuentro y el ajuste entre un bebé de constitución, por ejemplo, fláccida, hipotónica, con una madre contraida, hipertónica? ¿De un niñito con un dormir ligero e inquieto con una madre para cuyo equilibrio personal le es imprescindible un sueño nocturno profundo? ¿O el frecuente caso de una madre comilona o que se ha tragado la creencia del bien supremo de la comida, ancestral idea de un pueblo hambriento como el nuestro, y que le toca un bebé con escasa apetencia oral? ¿Quién se va a acomodar a quién? La salud del niño se inscribe en este contexto relacional

La gran aventura infantil es la historia del nacimiento y evolución, conjunta e interdependiente, de las funciones psíquicas y corporales del niño. Una función se desarrolla y madura si, sobre una base obvia de estructuras biológicas propicias y características en cada niño, encuentra los estímulos adecuados procedentes de su entorno. Así, se aprende a mirar, a orientarse, a caminar, a hablar, a pensar. La buena estimulación, en calidad y oportunidad, crea, revela la función, y la personaliza. Pero la buena estimulación es la que vehicula placer.

¿Han visto esta niñita de casi dos años que acaba de aprender a subir un escalón? ¡Con qué evidente fruición repite una vez y otra este descubrimiento; con qué excitada alegría! De pronto, llega un adulto, el principal empeño del adulto parece ser olvidar la infancia, y, desde su inevitable incomprensión, le grita: «¡Pero te quieres estar ya quieta de una vez! » Esa niña estaba gozando del placer del funcionamiento de su cuerpo. Miren este otro niño: está solo, su madre está ocupada en otro sitio; él se chupa el dedo y muestra una actitud soñadora. Regresa la madre, le arranca el dedo de la boca y le dice: Caca. Lo primero que el niño aprende en el lenguaje social es la negación: el no antes que el sí.

He aquí dos placeres reprimidos desde la incomprensión. El primero se trataba de un placer funcional por ejercicio y consolidación de una adquisición, en ese caso, motriz, en el desarrollo madurativo del niño. El segundo era un recurso autoplacentero, sustitutivo de la presencia de la madre, y expresivo de una incipiente autonomía del niño.

Salud, gozo y alegría

¿Qué tiene que ver todo esto con la salud del niño? La salud no es el silencio o la ausencia de enfermedad, como quieren definirla ciertos científicos de supuesta neutralidad, que afirman que se está sano cuando uno no percibe el funcionamiento de su propio cuerpo. Por el contrario, creo que la salud se sitúa en la perspectiva del placer, se manifiesta en el gozo y la alegría del cuerpo vivido en comunicación con los demás y con el cuerpo de los demás: es la exaltación del juego, de la fiesta, la libidinización del aprendizaje y del trabajo. Por supuesto, algunos moralistas se escandalizarán. Permitir y enseñar el placer al niño evoca en ellos imágenes de una sociedad perversa y caótica; pero ésa es, exactamente, la sociedad que tenemos, producto precisamente de la superrepresión infantil.

El placer pasa por etapas y tiene sus niveles: en su forma más primitiva no se distingue de la satisfacción de una necesidad fisiológica primaria; luego va adquiriendo una identidad propia con respecto a dicha necesidad. En principio, para su satisfacción, el niño depende totalmente de su madre, pero después va encontrando sus métodos de autoentretenimiento y de autosatisfacción, lo que significa una independencia, mediante un narcisismo propio, para finalmente acceder a un placer compartido en la relación con el otro. La represión del placer en cada una de esas vicisitudes conduce a perturbaciones psicosomáticas.

Como contrapunto a lo que señalaba en el primer apartado de que, a veces, es estratégicamente mejor una enfermedad corporal que, por ejemplo, una depresión, de la que, en último término, aquélla, es un equivalente energético, hay un gran porcentaje de nuestros niños, y adultos, españoles que sólo saben reaccionar corporalmente porque no han desarrollado la capacidad de respuestas cualitativamente más evolucionadas. Pertenece, en su mayor proporción, a clases sociales bajas. En esas personas, el único lenguaje posible, porque no tienen otro, es el cuerpo enfermo, que es un lenguaje de muy difícil comunicación.

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