Una chapuza
El extraño mundo dé, Nacho Larrañaga se califica por el autor de «fantasía dramática». Es más bien una chapuza. Un armazón de distintos géneros, de diversas reminiscencias. En primer lugar, el viejo folletín, con el mínimo pudor para los efectos lacrimosos; superpuesta, una forma burda de vanguardia. Algo de comedia de figurón; algo, también del ternurismo ácrata de cierto cine, entre Charlot y Vive como quieras.
Pero predomina el folletín. Nacho Larrañaga es un marginal, un poeta. Incapaz de trabajar, incapaz de sostener a su familia. Un soñador. Privado de la presencia física de su hija que murió -quizá por su abandono, quizá por culpa de los otros-, la imagina, la ve. También nosotros, los espectadores. La sustituye por la hija de una prostituta; ve parecidos por todas partes. Muere, finalmente, entre mujeres de mala vida. Pero no muere solo su hija se convierte en su ángel de la guarda -sustituyendo a otro, que indudablemente ha fracasado, y que impensadamente toca el saxofón-; le acuna en el momento de su muerte -con una bella canción de García Abril-, mientras el mundo exterior sigue sin comprenderle.
El extraño mundo de Nacho Larrañaga
Fantasía dramática en dos actos, de Torcuato Luca de Tena. Dirección: Guillermo Gentile. Música de Antón García Abril. Intérpretes: Guillermo Gentile, Francisco Lahoz, Norma Bacaicoa, Francisco Piquer, Marisa Lahoz, Yolanda Cabellos, Minerva Fernández, Isabel Romero. Estreno: Centro Cultural de la Villa de Madrid, 26-III-79.
El mundo exterior: un presidente de consejo de administraéión, viejo amigo de colegio, que trata de salvarle inventando un puesto de trabajo en el que no tenga que trabajar, pero que estará en la desembocadura del Orinoco -conviene, después de todo, que esté lejos-; una secretaria eficiente, la esposa del riquísimo y la propia y desesperada esposa de Nacho Larrañaga, que de cuando en cuando le zarandea para ver si las piezas internas se ponen en su sitio. No lo consigue.
La comedia -o fantasía dramática, o más bien chapuza- está construida en tomo al personaje, al figurón. Debe ser bondadoso, simpático y catastrófico. Un pasota, pero mayorcito. Se supone que su «extraño mundo» es el de su fantasía, que prima sobre su conveniencia. El autor, desde luego, no quiere darle la razón; no quiere sembrar el ejemplo. Titubea, por tanto, en la especie de juicio que se hace de él y de sus faltas. Finalmente, lo que resulta a ojos y oídos del espectador es un monigote. Sin duda, lo que se ha propuesto el autor. Debía querer presentarnos un personaje humano, con una humanidad transcendente, pero la realidad es que aparece como manipulado por todos, sin que en ningún momento se encuentre alguna razón -o alguna magia- para su comportamiento. No es ni siquiera un vencido, un ser débil de quien pueda uno apiadarse en algún momento.
La superposición de la forma que bondadosamente llamaríamos de vanguardia parece indicar el deseo de recubrir pudorosamente el folletín con un «distanciamiento». ¡Qué lejos estamos de lo que podría ser el modelo antiguo de este figurón, el «Max Estrella» de Luces de Bohemia! Qué lejos de la literatura, del teatro, de la literatura dramática. La «vanguardia» viene aquí dada por una escenografia cúbica -y notablemente fea-, de trastos transformables, por unas escenas oníricas, por un constante parpadeo de las luces, por un tobogán por el que a veces caen los personajes, por algún elemento clásico de farsa en los elementos del despacho del riquísimo -reminiscencias de, por ejemplo, Tiempos modernos-, por unas voces de más allá y una música misteriosa. Con toda esa seda -mala-, la mona se queda mona, y el folletín no sobrepasa sus límites; más bien los empequeñece -el folletín tuvo su grandeza- por la limitación, la pacatería, la cursilería. Ni el folletín da las lágrimas, ni la «vanguardia» da la penetración, ni la farsa, el distanciamiento.
La mayor piedad se desprende al ver a un actor como Guillermo Gentile haciendo esta obra; los mejores momentos se deben a su interpretación -que no a su dirección; quizá por imposibilidad de mover coherentemente todo ese «extraño mundo»-, que a veces comunica rasgos realmente humanos a su personaje. Es correcta también la de Francisco Piquer, Norma Bacaicoa no tiene inconveniente ninguno en pasarse al folletín, y lo exagera. La niña Yolanda Cabellos está por encima de lo que suelen ser las representaciones infantiles (hizo el papel en el estreno oficial; en otras representaciones alterna con Minerva Fernández). Los demás llevaron adelante sus papeles.
Hubo bravos y ovaciones; el autor salió a escena y pronunció un largo discurso de agradecimiento y de satisfacción, en el que creyó comprobar -con una metáfora médica- que el entusiasmo había pasado la raya que separa el escenario del público.
Babelia
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