La cima de la temporada: Sergiu Celibidache
Orquesta Nacional. Director: S. Celibidache. Solistas: S. Tudela, V Peñarrocha, F. Vialcanet y F. Bruguera. Obras de Mozart y Bruckner. 23, 24 v 25 de marzo.
Volvió Celibidache y, de golpe, la Nacional volvió a ser una excelente orquesta europea, y empleo el término no por puro papanatismo homologuista, sino a fin de ampliar el área en la que el gran director consigue las cotas más altas de perfección y de belleza. Disciplinada al máximo y flexible en grado sumo, la ONE nos dio un Mozart de superior calidad en la importantísima Sinfonía concertante, para oboe, clarinete, fagol y trompa, cuya gravedad en los dos tiempos primeros parece instalar un vienismo que, con el tiempo, aumentará la tierna grandiosidad de Bruckner. Salvador Tudela, Vicente Peñarrocha, Francisco Vialcanet y Francisco Bruguera hicieron en las partes solistas un trabajo de alto vuelo. Si sus cualidades, bien conocidas, son valiosas, la huella de los ensayos con Celibidache, de su minucioso magisterio, pudo advertirse al máximo. Como, desde los primeros compases, observamos todos que estábamos en otro mundo bastante lejano del habitual quehacer: en ese mundo tenso y sereno cuya magia se alcanza por vías de una lógica extremada.
Una formidable impostación sinfiónica
Después, Bruckner, en una de sus si nfonías más programadas: la Cuarta, bautizada por el director Schalk como Romántica y otras veces denominada Waldsymphonie (Sinfonía del bosque). Ni un título ni otro, ni siquiera las sugerencias que el propio Bruckner escribe a Paul von Helse, dicen algo más que lo que la misma música dice: una formidable impostación sinfónica a partir de los materiales más simples: unos intervalos, un motivo popularista y hasta cualquier naïveté. Pero en Bruckner lo importante es la construcción del edificio, monumental catedral cuya visita despaciosa fatiga si la luz no es suficiente. Esto hace un gran intérprete -y Celibidache lo es en grado máximo-: iluminar, poner las cosas en claro, no pasar de largo, sino todo lo contrario; habitar con delectación los espacios inmensos. Que no por grande la catedral de Colonia ha de visitarse al «trote», cual tropa de turistas en viaje programado.
Independientemente de otras consideraciones -tal el estudio sociológico del «porqué» de ciertas «vueltas»-, el sinfonismo de Bruckner, dadas sus dimensiones, la fábrica de su arquitectura, la varia naturaleza de las ideas, siempre en peligro de banalización o falsa elocuencia, exige más que otros o, si se quiere, con mayor perentoriedad, excelentes interpretaciones. Más aún: exactas evidencias. De otro modo caminaremos; como « los niños perdidos en la selva». Pues para Bruckner la solidez formal y la continuidad del desarrollo constituyen imperativos casi biológicos. Si las tensiones no están preparadas y alcanzadas con perfección,si no se penetra en cuanto pueda tener de significación cada rernanso de apariencia simple, ¿a dónde iremos, que no sea la soportar, porque sí y en nomibre de inciertas obligaciones culturales, la larga estancia en ámbitos confusamente definidos?
Un "hacedor" de música
La brillantez de la potencia no basta. Importa su belleza. Bruckner, sabio ordenador de armonías e instrumentos en las posiciones más favorables para alcanzar tal belleza sonora, cuasi mística, cuasi épica, pide un pensamiento paralelo en el intérprete. El que lució Sergiu Celibidache, más que traductor -odioso tecnocratismo- o intérprete, auténtico hacedor de música, descubridor para todos y cada uno de los oyentes de ese inmenso Schubert, con menor gracia y mejor saber, que fue Antón Bruckner. La apoteosis másentusiasta coronó la obra de Celibidache y la Nacional en el que ha sido, acaso, el mejor concilerto de la temporada. Digo acaso porque recuerdo el Réquiem de Fauré, del mismo Celibidache.
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