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La ciudad prohibida

Hay mucho que decir a propósito del guardia de la porra que vigila el cumplimiento de las ordenanzas municipales. Hay mucho que decir del ensayo muy recomendable que escribió en el Viejo Topo Mario Gaviria, sobre lo mucho que aún hay que criticar del uniformado munícipe, que por encargo, desde lo alto de su porra de castigo, vigila el cumplimiento de unas ordenanzas que están en vigor, sospecho que sacadas de un libro de ejemplos lógicos de Lewis Carrol, pero que nadie tiene la valentía de leer, pues de lo contrario estarían las calles desoladas: basta que tengas un día de imaginación peatonal para que te cargues media docena de ordenanzas en un santiamén.Hay que decir mucho y tremendo de las prohibiciones municipales que vigila el hombre del salacot -en mi pueblo usan salacot de antiguos exploradores a las fuentes del Nilo-, y que constituyen un estremecedor conjunto de tabúes callejeros capaces de hacer tambalear nuestra libre y pacífica convivencia cotidiana desde el momento en que nos aventuramos a traspasar esa frontera, cada vez más peligrosa, que divide la vida en dos mitades irreconciliables y que se llama portal.

A propósito del casi infinito catálogo de prohibiciones sádicamente pormenorizadas en las jamás leídas y siempre vigentes ordenanzas de policías y costumbres de las ciudades, hay que decir muchas y muy terribles cosas.

Hay mucho que decir de los peligros que nos acechan más allá del portal que nos fragmenta la vida. Hay que tener un espíritu muy alocado para fatigar el asfalto si se va por la acera sin espíritu delincuente, que demostrado está que dos de cada tres peatones regresan a sus hogares en pecado municipal.

Hay mucho que reír de lo que vigila y castiga el salacot de la porra, y les juro que todavía está rigurosamente prohibido en sus ciudades formar grupos delante de las iglesias, incluso después de la misa de una; varear colchones preparar vehículos en la vía pública; criar gallinas, pavos, conejos, corderos y aves de corral en cualquier lugar de la población -interdicto que propicia la producción natural de bisontes y elefantes y no impide legalmente el pastoreo de jirafas juveniles-; cantar o gritar desacompasadamente-medida ilustrada que, por fin, obliga a los guardias de la porra a estudiar solfeo-, promover riñas de perros y gallinas -pero ¿por qué no de tigres, leones y conductores, bichos bastante más peligrosos?-, jugar con animales muertos -¿la estola de zorro o de marta que tienes en el armario es animal vivo, mamá?-, pasear a lomos de un cuadrúpedo. Mas nada se dice de hacer lo mismo sobre un bípedo, tumbarse en el suelo, en los parterres, en los bancos y en las escalinatas de los monumentos, tostar café sin licencia municipal, para reprimir, barrunto, la innata tendencia que los españoles tenemos al tostado callejero de café; peinarse en público, ya que, como se sabe por el derecho natural, el uso alegre de¡ peine excita mucho al personal, y para algo están las lacas y las peluquerías; dejar una cabra sola y sin atar dentro del término municipal -ingeniosa manera, vive Dios, de fomentar la presencia en los términos municipales españoles de enormes rebaños de cabras debidamente atadas-; poner plantas hermosas en recipientes feos, a fin de evitar la viceversa, o no arrodillarse al paso de los santos sacramentosdurante las procesiones del Corpus.

Hay muchas cosas que prohibir con las ordenanzas en la mano y el guardia de la porra acechando en la esquina. Por prohibir, las leyes municipales prohíben hasta las elecciones municipales. Quiero decir, todos los actos públicos que componen la conocida liturgia electoral. Hay mucho que decir de este anacronismo cotidiano, pero no oigo a los alcaldables decir una sola palabra sobre el surreal asunto. Acaso porque también lo prohiban las ordenanzas municipales, que, en colmo de su vértigo totalizante y circular, prohiben que sean prohibidas democráticamente.

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