Memoria melancólica de Machado, Einstein y otros
Cuando murió Karl Marx, una ilustre revista de por estos pagos dio la curiosa noticia y habló naturalmente del oscuro revolucionario que acababa de desaparecer en medio del fracaso; cuando León XIII publicó su encíclica De rerum novarum, en la que se afirmaba que el trabajo no era una simple mercancía, las élites de este país promovieron una comunión general para detener al Papa en la pendiente del socialismo y del ateísmo; don Miguel de Unamuno fue tomado aquí más bien a beneficio de inventario, y los listos decían que sólo sabía fabricar paradojas: no era novelista, no era poeta, no era dramaturgo, no era filósofo ni teólogo, su luterana conciencia fue interpretada como afán de notoriedad, su preocupación religiosa como síndrome psiquiátrico y todavía ilustres autores siguen hablando en ilustres libros de las dudas religiosas de su don Manuel, el protagonista de su novela San Manuel bueno y mártir; don Antonio Machado, en fin, no fue nadie ni nadie le hizo caso en vida -o poco menos-, aunque luego se le haya estado enterrando con un gori-gori de cuarenta años y apestosos inciensos por razones muy muy extraliterarias evidentemente. ¿Para qué mentar a Freud o a Einstein?Todavía en la decena de los pasados sesenta he vivido de cerca un expediente académico hecho a un profesor de bachillerato por hablar de Freud en su clase, y, unos años atrás, florecían en este país las teorías de un físico que demostraban la idiocia o por.lo menos la inconsistencia de las dos teorías de la relatividad einsteniana. No era de extrañar. Años atrás, Albert Einstein había estado unos días en Barcelona y -lo cuenta Joan Sales, en una de sus cartas de 1940, a Marius Torres- el matemático «senyor Terrades» le había hablado a aquel con tal énfasis y seguridad de sus propias teorías que Einstein no tuvo más remedio que interrumpirle: «Ja veig, senyor Terrades, que vosté en sap més que jo.» El general Primo de Rivera le nombró, entonces, en seguida al «senyor Terrades» miembro de la Asamblea de Notabilidades, y luego la Enciclopedia Espasa ilustró a sus lectores sobre, una confidencia que el sabio alemán había hecho al matemático catalán al asegurarle que «era el hombre más extraordinario que había conocido». «Hay sospechas, sin embargo -escribe Joan Sales- de que el artículo de la famosa enciclopedia lo redactó el mismo Terrades, que colaboraba en ella.» Pero, para lo. que quiero decir aquí, es lo mismo que lo hubiera hecho otro cualquiera: siempre hemos sido así de agudos, siempre hemos poseído este tan democrático olfato, que no sólo no distingue entre Julio César y Julián Cerezas, que decía el propio Machado, sino que siempre queda más impresionado por las relevantes y geniales cualidades del último de estos señores, y sospecha vehementemente de alguien como Duperier, pongarnos por caso, que quiere introducir en esta tierra artefactos e ínstrumentos desconocidos en ella, «que hasta los mismos nombres causan horror», como se lo causaban a los «aldeanos críticos» del XVIII de que rios habla el conde de Peñaflorida los simples nombres de Galileo y Leibnitz.
¿Y estoy contando una. historia pasada? ¡Ojalá! Pero mucho me temo que si los regímenes políticos cambian, los que llegan vociferando ciencia y cultura no van a ser siquiera para poner de nuevo aquel cristalito que a don Antonio Machado le faltaba ensu mechinal de la heladora Segovia frente al fiero Guadarrama ni tampoco el de una pequeña escuela rural que los mozalbetes acaban de romper conel balón. ¿Para qué vamos a preguntar a ese puñado de egregios hombres españoles que, contra viento y marea, y sobre todo porque han trabajado en ajenas tierras sin aldearos críticos, se han aunado a la cima de la investigación cierniffica o de las letras? Cuando lo logran, eso sí, les hacerrios homeriajes como a ganadores de carreras de obstáculos que nosotros mismos hemos puesto en su camino y, mientras, nos reímos de los que se estrellaron o, amargados, abandonaron el concurso. Y, más tarde, los haremos sin duda entierros de primera, entierros que pueden durar cuarenta años como el de Machado, a vueltas con el cadáver los unos contra los otros: a muertazos.
Mi pesimismo se asienta en que no se ven trazas de que el país vaya a dejar de ser un país de ortodoxias y confesionalismos y de esas tan sutiles antenas que nos permiten captar los íntimos motivos del viaje de un Einstein hasta esta tierra: solo para decir al «senyor Terrades» que sabía más que él y era el hombre más grande del mundo. Mi pesimismo se ancla en que no veo por parte alguna que haya dejado de estar vigente aquel diagnóstico de don Antonio Machado y Alvarez, el padre de los poetas, en una carta a Joaquín Costa: « ¡Lo que hay que trabajar en este puñetero país para llevar adelante un buen pensamiento! » Lasjóvenes generaciones deben saberlo, no se vayan a creer con tanto bla-bla-ba que es que ya hemos entrado en Europa y en el Mercado Común de las ideas y sentires modernos.
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