De la pilula
Catedrático de la Universidad ComplutenseEste año de 1979, que la estulticia universal consagra como Año del Niño (¿qué te extraña?: ¿no ha habido un Año de la Mujer?, ¿no hay en el Comercio un Día del Abuelo?, ¿no has visto, en medio del horror conglomerado de Benidorm, una estatua de la Madre? ¡Gloria al Concepto, que mata cualquier vida posible!), pues bien, este Año del Niño me place conmemorarlo con algunas homilías adecuadas a la fiesta; y en primer lugar con una sobre la pilula anticonceptiva. El tema es ejemplar para mostrar la connivencia entre el Poder Estatal y la Voluntad Individual del Hombre y, también -ay, dolor-, de las mujeres.
Que esto de la superpoblación o explosión demográfica que dicen no se explica por nada natural (mención honrosa, y paso, al estudio de Julián Huxley, que lo comparaba con lo observado entre conejos, donde un estallido de multiplicación anunciaba de cerca la aniquilación de la raza), y que alusiones a los adelantos médicos y la memez del «aumento de esperanza media de vida» no explican tampoco nada (puestos en que la moda sea morir menos, lo lógico es que ello se equilibre con la de nacer menos), son evidencias para los avisados lectores, y no hace falta ínsístir: ya ellos, por mero buen sentido y escepticismo popular, desconfian de semejantes apelaciones a la Naturaleza o el Progreso, y sienten bien que esta práctica de la maldición de Jehová, «!Multiplicaos!», a velocidad progresivamente acelerada, tiene más bien que ver con las instancias interesadas en el asunto y que es, por tanto, lógico que lo aprueben y promuevan: era, en la fase anterior, la Patria, el lapinismo inducido desde el Poder, el estímulo de las Familias Numerosas por tiranos, estrategas y patriotas, que necesitaban en primer lugar carne de cañón, y en general gran número de súbditos para sustento de su dominio (pues el Ideal abstracto se alimenta de número de cuerpos), y también por cierto la Iglesia, ambiciosa de extensión ecuménica y hambrienta siempre de feligreses. Ahora, en esta fase progresada de lo mismo, es lo mismo lo que sigue promoviendo la superpoblación acelerada, sólo que desde sus formas más perfectas, que son el Estado y el Capital, más que nunca necesitados de población millonaria y en aumento progresivo, (le contribuyentes y consumidores; y que se lo hacen por medios más al día, como los avances técnicos y la Ciencia, siempre ancilla Theologiae, obligada a servir al Señor, que para sus fines la organiza y reserva en sus presupuestos un capítulo para el pago de los funcionaríos de ese Departamento.
Pero a lo mejor -qué diablos, tampoco hay que ser sistemáticamente pesimista- ni la máquina del Dominio es tan perfecta como El se cree ni la Ciencia tan segura servidora. Tiende uno a guardar un rescoldo de confianza en que la investigación, iniciada por la curiosidad de la madre Eva, es siempre peligrosa, y que, de paso que impone leyes al misterio, puede, de vez en vez, llevada por una honrada locura, descubrir los fallos de las leyes, y que, produciendo de ordinario chismes destinados al perfeccionamiento de la Máquina, puede, en un descuido de la Jefatura, producir algún chisme que sirva más bien para entorpecerla y abrir un resquicio de respiro a los dominados. Así, tal vez, se descubrió hace unos veinte años la pilula anticonceptiva.
Bien me acuerdo de que en aquel entonces las mujeres, al tomar conocimiento de ella, la recibían con una alegría incrédula y agradecida. A los que se veía algo amoscados era a algunos de los hombres a quienes tales mujeres correspondían. El propio que suscribe ha de hacer confesión tardía de haber, durante los primeros meses, reaccionado adversamente al uso de la pilula por sus amores de aquellos años. Se comprende que, si uno se había ejercitado largamente en los saltos y equilibrios anticonceptivos a la antigua usanza, hasta tener a gala no haber ocasionado a sus amigas contratiempo alguno en mal pago de su cariño, no recibiera uno con buena cara que ya, gracias a la pilula, pudiera aprovecharse de la dulce confianza de sus amigas cualquier torpe imperito qu e les cayera en gracia. Cosas de hombres, pobrecillos. Lero lo que es las mujeres, acogieron aquello como se debía, como un aliento de liberación del miedo y la alerta milenarios que, de modo tan conveniente para el Señor (el de cada una y el de todos), sometía sus amores a la ley y a la penitencia.
Bien, pues, ¿que ha pasado de entonces para acá? A la vuelta de tres lustros se encuentra uno con que la pilula produce tantas clases de males (que si varices, que si quistes, que si embolias, que si el hígado, que si el bazo, vísceras que ni sospechaba uno que tuvieran nuestras amorosas compañeras; en fin, que ya casi no hay desgracias que no pueda causar la pilula, colitis, sarpullidos, cánceres, anginas, cosas que en los primeros años para nada se mencionaban, y eso -nótese- que desde entonces no ha hecho sino perfeccionarse la pildorita y diversificarse en cientos y miles de tipos que puedan ajustarse a cada idiosincrasia de la usuaria; pero que si quieres: no es por ahí por donde pica, madre); total, que el invento se desperdicia, la campaña de denigración de la pilula cunde, ceden a ella con la más negra buena fe mujeres y mujeres, los médicos (en especial -ya se comprende-, especialistas tocoginecólogos, pero también los otros) colaboran en la campaña, dictaminan en sus congresos y revistas, desautorizan o aconsejan reserva en las consultas, y los mismos que no dudan en atiborrarnos de fármacos al menor motivo se vuelven de repente mirados, escrupulosos y reticentes cuando se trata de la pilula. Menos mal que todavía he dado con media docena de lúcidos y honrados que están dispuestos a refrendar lo que aquí profiero: que la pilula de por sí (salvo que, ay hermanas, el cuerpo es alma) no tiene por qué hacer más daño que la tacita de café diaria, que el flan legítimo de huevo al postre de la cena, que el calmante vitaminado que tantas amas de casa consumen cotidianamente, menos desde luego que medio paquete diario de cigarrillos, que una ración de antibióticos al semestre, y mucho menos que una hora delante del televisor, que cuatro horas de escribir a máquina cartas comerciales, que media hora de transitar entre autos o de conducir el propio, que parir cinco hijos con dos abortos intercalados o que aguantar cada día y cada noche a los ejemplares de maridos y amantes con que cargan heroicamente más de la mitad de las mujeres; que la pilula en cambio resultaba ser, en general, un regalo de salud y de hermosura tan maravilloso (pocas habrá que nieguen esto), al poner la piel clara y jugosa, al atenuar y regular con la luna el milenario desconcierto de las menstruaciones humanas, al favorecer las redondeces y demás gracias femeninas, al volver los ojos nítidos y dulces, al mitigar el miedo, histerias y angustias que tradicionalmente envenenaban el amor de las mujeres, que, en fin, seguramente podía por sí sola dispensar a la inmensa mayoría del consumo de muchos medicamentos y productos de belleza trabajosos y nocivos, y podía (por medio de artificio, si, por cierto; pero ¡a buenas horas nor acordamos de que en el Paraíso no éramos artificiales!) devolverlas a una condición, dentro de lo humano, lo más cercana a la que imaginamos que debe ser la de las ciervas, las tigresas o las angelitas; y la vía para librarse del Amor se les abría con ello peligrosamente.
Pero nada: la campaña de calumnia y de sprestigio de la pilula progresa, se pierden sus posibles beneficios y poco van a poder las razones de esta página contra campaña tan avasalladora y que se apoya al mismo tiempo en el peso de la autoridad y en las profundas necesidades religiosas de las mujeres. En verdad, no es la pilula lo que aquí me apasiona, sino esa campaña contra ella, tan falta de fundamento médico, pero ¡oh, moralmente y políticamente, cuán fundada! Moral y política digo, queriendo decir que las dos cosas son lo mismo, y el separarlas la más profunda de las falacias. Lo que es necesario para las más altas necesidades del Estado universal es lo que es más necesario para las más bajas necesidades de cada individuo y cada individua de su masa; y al revés: si cosas como la pilula podían haber sido un don liberador, era porque eran algo, como todo lo bueno, útil a la par que deleitoso: porque, de un lado, liberaban del horror canceroso de la aceleración de la reproducción de los individuos de la Masa y, del mismo golpe, libraban al amor de su condena el castigo de la maternidad (y la paternidad de paso) y de la planificación y preocupación por su futuro, que son su muerte.
Por eso es ejemplar el ver, una vez matada la confianza en la pilula, a qué recursos anticonceptivos, arcaicos y repugnantes, se regresa. Unos son los implementos ortopédicos insertados como un remache en el seno mismo de la madre, allá en las profundidades que el amor (nunca interesado en pasar mucho más adentro de la piel: para él lo de dentro es lo de fuera) desconocía: esos significan la fijación de la conciencia interiorizada del Utero y el Sexo, mortal para el amor, que sólo vive del olvido y del desconocimiento de sus mecanismos. Otros son los que dejan un generoso margen de riesgo, lo bastante para acabar con la despreocupación, que era (para el amor, que es lo que importa) la gracia de cualquier técnica anticonceptiva; entre esos meto la práctica de la pilula «con descanso», no se sabe de qué cansancio, pero eso fue la primera trampa que la Autoridad inventó: descansar un mesecito de cuando en cuando; con lo cual se anula sin más el fervor de la pilula, y los hijitos del mes de descanso deben de ser, a estas alturas, casi tantos como los de Ogino; que es de lo que se trataba, y aun comprendo que, coincidiendo con el interés del Estado, algunas sientan emoción y gusto en el parir: pero se lo aseguro (y ellas mismas lo saben), eso no es más que un sustituto. Luego están las tontuelas del «Que lo hagan ellos», recayendo en el error principal del feminismo militante de competir en derechos con los hombres, y que al pedir anticonceptivos masculinos (¿no lo era el más viejo, el gomoso preservativo, refugio del varón ante la perdición de sí mismo que en el amor le amenazaba?) lo que hacen es repetir la demanda de someterse a El y depender de El, también en cuestión de amor, ellas que podía permitirse, con sus riquezas, no contar con la voluntad de los hombres para nada. Pero los más significativos son los procedimientos que exigen una preparación al acto: tomar, ponerse, meterse o fumigarse cinco minutos o media hora antes: ¡ANTES!: como si el amor no fuera un dios ciego que nos arrastra a donde no se sabe: como si no se sintiera que toda prevísión y planeamiento de sus gestos los convierte en coíto, estupro, cumplimiento del deber matrimonial, en una tarea mecánica que, desde luego, una vez preparada, más vale no llevarla a cabo: que muerte de amor es la finalidad, y sea lo que sea, él es íncompatible con su futuro. Pero -ya ven- de lo que se trataba, por cualquier medio, era de que, al mismo tiempo que se seguía acelerando la superpoblación, al mismo tiempo se siguieran controlando los peligros del amor y envenenando sus gozos no comprados. Lo uno va con lo otro.
En fin: he relatado una historia triste, pero humana, y bien representativa de la manera en que las infrecuentes gracias de los dioses y las técnicas se pierden por colaboración entre el imperio de Capital y Estado y el miedo de amor y olvido, la necesidad de futuro y de penitencia de cada uno de sus súbditos y súbditas. No he hecho una defensa y glorificación de la pilula, sino un ataque y denuncia de la campana contra la pilula. No se piense que me hago ilusiones ni que creo en el amor libre, que cómo voy a creer en él, si no sé lo que es (libertad y fe son incompatibles: eso de «creer en» se queda para el Amor mayúsculo y para el Sexo): respeto al misterio de amor y su aliento, que, aun vanamente que sea, palpita bajo el Dominio Universal y la Moral Individual. Ni se piense que creo en las mujeres: respeto su misterio, que ni siquiera presumo de saber dónde lo tienen escondido; y lo que aquí de ellas ataco es lo que ellas tienen de menos misterioso, de más servil y masculino y estatal también.
Ni tampoco crean que es que no me gustan los niños, que me encantan (lo único, que de ese encanto no se me deduce la necesidad de ser su padre): los niños -qué voy a contarles- me deleitan y enternecen como a todo hijo de vecino (¿no explicaba Lucrecio la pervivencia de la humanidad por los mimos y gracias de los niños)?: se ríe uno con ellos con más frescura que nunca, y se llora de emoción de ver en unos animalitos así ir floreciendo los gestecillos, innatos o imitados, de las técnicas y el lenguaje, y de oírles más tarde preguntar «¿Por qué?» con aquella limpia curiosidad, que ya la enseñanza adulta se encargará de que nunca más vuelvan a sentir. Ali sí, los niños son unos angelitos, unos diablillos deliciosos, son lindos, lindos, lindos; no les falta más que una gracia, que es la gracia suprema de la humanidad en general: ser menos.
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