Roban diecisiete millones en dos atracos a cien metros de la DGS
Dos atracos consumados, un tercero en grado de preparacion, la explosión de una bomba frente a una empresa automovilística hispano-alemana, la convocatoria de un paro de empleados de gasolineras en protesta por la muerte de un compañero en el asalto de anteayer y la fundación de una partida vecinal contra la delincuencia en el poblado de Almendrales, eran algunas de las aventuras que los madrileños habían vivido ayer a mediodía. Excepcionalmente, la crónica negra no pasa por el depósito de cadáveres; simplemente pasa por las agendas policiales como una larga cuenta corriente: los bandidos se llevaron diecisiete millones de pesetas antes de darse a la fuga.
Los muchachos del trueno habían madrugado especialmente: a primera hora, una bomba hacía explosión bajo un automóvil Porsche en la avenida del Generalísimo, frente a la agencia concesionaria de la marca. Por fortuna para los transeúntes, sólo resultaron agredidos el chasis y la mecánica alemana.Poco antes, unos guardas jurados habían puesto a disposición de la Guardia Civil a los madrileños residentes José Antonio Fernández García Moreno, Antonio Calderón Molina y Antonio Martínez Sáez, tres jóvenes que no llevaban un libro bajo el brazo, pero escondían en el bolsillo un plano de las oficinas del Banco Central en la calle de Alberto Palacios. Lo que más debió de irritar a los vigilantes fue un dato accesorio: en el plano aparecían señaladas sus posiciones en la sucursal, en lo que parecía ser un apunte táctico. Las notas del suceso añaden un delicado matiz para definir a los detenidos: merodeaban, en vez de pasear, con lo que establecían la frontera que, separa a los madrileños de hoy. A los merodeadores de los paseantes.
A las nueve y veinticinco de la mañana, cuatro dinámicos ciudadanos irrumpieron violentamente en las oficinas de habilitación de la calle Arenal, número dos, casi esquina a la Dirección General de Seguridad. En palabras de un empleado, «empuñaban cuatro pistolas del nueve largo, cubrían sus caras con pasamontañas y querían el dinero». Dos minutos después, algunos de los millones que el Estado dedica a las clases pasivas del Magisterio, ninguno de cuyos militantes ha participado, que se sepa, en escándalos financieros o evasiones monetarias, estaban en manos de la activa clase de los atracadores.
A las nueve y media, cuatro dinámicos ciudadanos irrumpieron violentamente en las oficinas de habilitación de la calle Coloreros, número dos, casi esquina a la calle Arenal. Naturalmente, empuñaban cuatro pistolas y, en palabras de un empleado, «parecían estar muy nerviosos, como si se dispusieran a terminar un trabajo que hubiesen comenzado antes. A nosotros no nos encerraron como a nuestros colegas de la calle Arenal: se limitaron a pedirnos que nos echáramos al suelo. Tanto los tres que pasaron al interior de las oficinas como el que se quedó en el vestíbulo tenían sus caras cubiertas». Según referencias directas, uno de ellos utilizaba pañuelo moquero, pistola del nueve largo, probablemente automática, y dijo: «¡Viva la revolución!». Cuando oyeron el grito, los presentes pensaron que la verdadera revolución se organizaría mañana en los mercadillos, cuando las clases pasivas que debían cobrar aquellos millones se sientan también clases atracadas. a pesar de los recientes índices porcentuales de aumento. Dos minutos después, las vidas de los empleados estaban intactas, las bolsas habían bajado en diecisiete millones de pesetas y los representantes de la activa clase de los atracadores habían desaparecido disfrazados de gentes. Y probablemente se preguntarán por qué se permite aún que haya diecisiete millones de pesetas en efectivo en una dependencia estatal, cuando el propio Gobierno prohibió a las empresas pagar en efectivo y les obligó a pagar en cheques.
A las doce del mediodía, un vecino del poblado de absorción de Almendrales, en el barrio de Usera, llamado José Muñoz, marcaba el número telefónico de EL PAIS. Quería dar una noticia: «Después de sucesivas reuniones en la iglesia de la Fuencisla, los vecinos del poblado hemos decidido organizar grupos de veinte personas que vigilen la zona de siete a doce de la noche». José tiene 52 años y tres hijos estudiantes y está muy atribulado: no sabe si sus companeros de calle y él incurren en algún tipo de delito por defenderse de los delincuentes. Esgrime, sin embargo, un argumento inapelable: en el poblado preocupan algunas bandas de jóvenes y un misógino, aún no catalogado, que acomete a las mujeres solitarias armado de una cadena, y los vecinos están seriamente preocupados ante la hipótesis de que cambie de arma. Pasean cada noche entre dos temores: el de la multa y el del maníaco.
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