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Tribuna
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El derecho a la decepción

Jamás logré descifrar las diferencias de fondo entre la cocina china y la vietnamita. Me explicaron con detalle renacentista y paciencia asiática las discrepancias de base, la diversidad geografía de algunas materias primas, el arte irrepetible de los transformados, las distancias sintácticas y los principales antagonismos cromáticos. Todo fue en vano. Desde mi lejanía temporoespacial, los fogones chinos y vietnamitas me supieron siempre a lo mismo y admito con rubor que los guisanderos de Pekín y Hanoi me podían dar tranquilamente perro chou-chou por cerdo agridulce, o aleta de tiburón del mar de la China por serpiente melancólica de Fuji-Yama. Como mucho, intuía suavidad en los restaurantes pequineses y cierta crudeza en los indochinos, especialmente en los platos marineros.Pero el juego infantil de las distinciones siempre es infinito a poco que se adopte el punto de vista del microscopio, que tuve un amigo que en una cena me amargó la digestión disgregando cocinas chinas, distinguiendo la de Hopei y la de Shantung, la de palacio y la cantonesa, la de Shanghai y la de Yunnan.

Desde la monótona gastronomía cristiana, a ojo de buen telescopio, desaparecían las disparidades misteriosas y el discurso gastrosófico del Oriente Extremo surgía como una soberbia totalidad trituradora del rígido menú occidental, todavía sujeto, a las primitivas oposiciones entre lo crudo y lo cocido, lo agrio y lo dulce, el antes y el después, la carne y el pescado, el tinto y el blanco, el aperitivo y el postre, lo soso y lo salado, las salsas y las grasas, Platón y Aristóteles.

Que Manolo Vicent me perdone, que Paco Umbral me entienda y que Rosa Montero venga en mi ayuda, pero el brutal descubrimiento de las diferencias entre las cosas chinas y las vietnamitas, la disolución por vía bélica de lo que ingenuamente tomaba en los restaurantes como simples variaciones de un mismo plato y modelo para el futuro asiático, sólo puedo archivarlo a beneficio del escepticismo.

Que vengan los chinos de Sofemasa y midan los índices de abstencionismo después de la noticia de la guerra de castigo que los comunistas del arroz del Norte le han propinado a los comunistas del arroz del Sur. Toda una campaña electoral metiéndonos sin descanso con los desencantados, con los pasotas, con los tibios de elección por razones metafísicas, y resulta que el ramalazo punitivo del señor Deng Xiaoping puede incrementar el absentismo votante de manera más decisiva que mil líderes afónicos y afásicos titubeando trivialidades por la patria mía.

Entendemos las razones de la ética dominante, pero no estaría de más echar un vistazo a la ética de las razones torcidas que mueven el tinglado de la farsa internacional. Ahí es nada eso de utilizar el modelo vietnamita como superficie de castigo para el modelo soviético después del viaje de consolidación del modelo chino a las fuentes del modelo norteamericano con el beneplácito mercantil del modelo mercadounidense.

El desencanto también tiene sus fechas históricas y una de ellas fue la entrada de las tropas soviéticas en Checoslovaquia y otra ya es la dolorosa penetración del Ejército de Pekín en el sangrado útero de Vietnam. La desilusión sopla ahora racheada, del Oriente y no, como se repite, en forma de porros, chilabas, sándalo y espiritualidades, sino de tanques, misiles, divisiones y, de nuevo, el napalm.

La invasión de Checoslovaquia produjo el fenómeno teórico del eurocomunismo y la broma de los filósofos del gulag. Todavía es pronto para conocer las consecuencias que provocará la invasión de Vietnam por las tropas chinas, pero lo único seguro es que se tambalearán sensiblemente las estadísticas de voto de la izquierda nacional.

Aquí nadie habla de pasotismo ni de otros reduccionismos propios de la «cheliparla» ideológica. Aquí sólo pido un rincón modesto para el derecho a estar decepcionado porque también el cerdo agridulce se ha dividido en dos mitades y de ahora en adelante sólo será amargo, platónico o aristotélico.

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