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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Demóstenes Segundo, o la ética del aborto

«La gran dificultad del tema es averiguar cuándo el feto se convierte en persona», dicen ahora los defensores del aborto, y es lo mismo que se preguntaba en el Congreso por la Libertad Sexual, celebrado en Londres en 1929, la señora Pelletier, que también hablaba de que considerar el aborto un delito sólo era la consecuencia de unas leyes dictadas por hombres, y no por mujeres: «La diferencia entre el óvulo fertilizado y el feto de nueve meses es sólo una cuestión de desarrollo. Pero, mientras que puede ser algo fácil destruir un embrión de seis semanas, el aborto de un feto de siete meses es casi un infanticidio. El aborto se justifica entonces sólo si la vida de la madre está en peligro. La ley puede fijar un ,límite bien claro: por ejemplo, tres meses.» Y eso a pesar de que se trata de «un desarrollo ininterrumpido» y no se aportan razones para hallar la diferencia que pueda haber, por ejemplo, entre un feto de dos y uno de cuatro meses, si -como ocurre- esa diferencia sólo es la de un mayor avance en la complejidad orgánica de una misma realidad biológica.Pero de aquí vienen los intentos de decidir científicamente cuándo ha de realizarse un aborto, como también proceden de ese tiempo las ideas acerca del sentido progresista mismo del aborto. Havelock Ellis escribía en 1910 que la condenación del aborto «sólo se encuentra en el cristianismo y se debe a nociones teóricas» y, en el congreso arriba mencionado, Heléne Stocker afirmaba que todo lo que no fuera la legalización soviética del aborto era reaccionario. Todo lo que ocurría en la Unión Soviética, por entonces, era considerado ciertamente como muy progresista y se alababa la generosidad del Gobierno soviético, que ponía a disposición de las mujeres no adineradas la posibilidad de abortar que en Occidente tenían las de las clases altas. Se proponía entonces acabar con la religión y el capitalismo para que no hubiera leyes antiabortistas y se diera la libertad sexual, empleando el aborto como técnica de control de nacimientos no deseados. Y en éstas estamos.

No sólo trato de decir que la argumentación pro abortista no ha dado un solo paso adelante de estas exposiciones de motivos, sino que el problema sigue planteándose académicamente y con una cada día más marcada inclinación hacia la casuística; y no me extrañaría en absoluto que, cualquier día, se sacara a los Escobar y a los Larraga a colación, y sobre todo a Sánchez, que fue hombre tan aficionado a todo el ritual y las conexiones biológicas y psíquicas del sexo y a las costumbres de la pareja, que hizo preguntas de las que la pornocultura moderna todavía no debe de tener noticias, a juzgar por lo inexplotadas que están, y que escandalizaban al mismísimo Voltaire. Pero yo no querría ni entrar ni salir de momento en esta cuestión del aborto y de su eticidad. Sólo quiero mostrar mi extrañeza de este «revival» de la casuística y de sus eventuales consecuencias de muerte, porque si lo que se busca es, desde luego, deshacerse del feto no deseado, me imagino que se van a encontrar razones a montones: razones de su todavía no humanización, claro está.

Cuando una sociedad, en efecto, comienza a preguntarse si los judíos varones también tienen menstruación; por qué los indios americanos son tan débiles para el trabajo y no entienden el latín de la invitación que se les hace a convertirse a la fe cristiana: y la rechazan por tanto; si las mujeres no serán un «varón incompleto» o fracasado proyecto de hombre, o por qué los negros sólo sirven para lustrar zapatos y hacer trabajos serviles; es que busca algo que hacer con todos esos individuos o todas esas colectividades. Cuando se tiene tanto interés en hallar argumentos, para decidir que un feto de tantos días o tantas semanas no está aún humanizado, ya se sabe lo que se pretende: matarlo. No es un hombre todavía, se le puede matar. Para Hoess, la basura judía que había en Auchswitz o Maidanneck sólo tenía la forma humana, pero no se trataba de hombres. Para Juan Ginés de Sepúlveda, un distinguido aristotélico, o para el cronista Fernández de Oviedo, los indios americanos eran tan bárbaros que su condición natural era la esclavitud, y, desde luego, debía hacérseles la guerra, convertirlos y ponerlos al servicio del Rey Nuestro Señor. Las Casas estaba loco, invocando el Evangelio y haciendo creer que eran hombres como los demás. Esto era únicamente una justificación teórica y puramente religiosa, etcétera.

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Pero «ya, he leído bastante sus libros para poder deciros otro tanto de su moral y puede ser que más de su política», decía monsieur Pascal, harto de casuísticas de los reverendos padres. Personalmente yo también prefiero un planteamiento sincero o cínico como el del escritor que se ocultaba en un folleto inglés de 1838, bajo el seudónimo de Marcus, y mostraba la necesidad de eliminar por medio de gases a las tres cuartas partes de los hijos de familias pobres a partir del tercero. Esta propuesta no encontró apoyo entonces, pero, si ahora la libre disposición del propio cuerpo y la libertad sexual lo exigen, bien podíamos ir poniéndola en práctica e incluso ampliándola, por ejemplo, a las personas sin especial sex-appeal y que no se sabe bien lo que pintan en esta vida.

Ginés de Sepúlveda encontró un curioso título para la obra en que defendía la esclavitud de los indios: Demóstenes Segundo o las justas causas de la guerra contra los indios. Pero ahora podríamos encontrar un título más científico para nuestra disertación sobre estas otras tesis.

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