La nueva "política de vivienda"
UrbanistasTan sólo hace unos días y tras un goteo de disposiciones, el BOE ha acabado de concretar lo que pretende ser la «política de vivienda» de UCD, realizada desde el Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo con la parca, pero decisiva, colaboración del Ministerio de Economía. El MOPU ha hablado de iniciar este año 15.000 viviendas de promoción directa en Madrid sobre un total de 30.000 en toda España. Muchas de las primeras promesas se hicieron sin concretar las condiciones económicas, aun que con referencia a los decretos entonces vigentes y a la experiencia de recientes actuaciones en otros barrios, con condiciones muy favorables para los vecinos, cuyo bajo nivel de ingresos se daba por descontado. ¿Podrán los vecinos acceder a las viviendas prometidas tras las nuevas condiciones que imponen las «medidas coyunturales», de UCD en materia de vivienda? Esta es hoy la cuestión. No la única, ni sin duda la más importante desde el punto de vista económico, de las que plantea la aparición de dichas medidas, que deberían incidir sobre un sector en crisis, necesitado de una decidida intervención del Estado para su reactivación.
La primera de esta serie de disposiciones, un decreto-ley del pasado noviembre, enterraba la fracasada política de viviendas sociales con la que el Estado había pretendido, ilusoriamente, relegarse a la posición de mediador financiero entre los usuarios y un aparato financiero al que nunca consiguió implicar en la operación. La contradicción básica de aquella política era la prioridad que deberían tener en la adjudicación de viviendas promovidas por particulares, las familias de menores ingresos y con mayor número de miembros, es decir, las más insolventes de cara a los bancos que habrían de conceder los créditos. La promoción directa, por el Estado, se contemplaba como una intervención excepcional, marginal, dirigida a los «indigentes», suponiendo que éstos apenas existían ya en nuestro país. En esos casos excepcionales, los posibles adjudicatarios de vivienda en propiedad tenían que hacer frente a amortizaciones de 4.000 pesetas al mes como máximo en plazos de hasta 35 años (contando con la subvención del 30% a fondo perdido).
Ahora, el nuevo marco legal parece aceptar un aumento de la franja social a la que ha de dirigirse la promoción directa, pero la contradicción anterior también se presenta. Los potenciales adjudicatarios de viviendas en este régimen pueden llegar a pagar el primer año hasta 9.000 pesetas al mes y con cuotas crecientes seguir pagando su vivienda en el plazo máximo de veinticinco años. Sólo tendrán acceso a estas viviendas las familias con ingresos inferiores al 25% del precio fijado para aquellas (2.430.000 pesetas para una superficie de noventa metros cuadrados útiles). Ello implica que, para los que dentro de ese límite cuentan con los ingresos más altos, la vivienda va a repercutir en un 21%, a lo que habrá que sumar gastos de comunidad, calefacción etcétera, llegando entonces a una cifra cercana al 30%. Todas las demás familias, las que tengan ingresos menores, tendrán que soportar lógicamente repercusiones superiores. En una familia con ingresos equivalentes al salario mínimo interprofesional, por ejemplo, la repercusión por una vivienda de ochenta metros cuadrados útiles sería del 60%. ¿Es eso concebible? Parece que no y el decreto establece entonces una «salida»: el alquiler (5.400 pesetas/mes por una vivienda de ochenta metros cuadros, con la posibilidad de subvención en casos excepcionales del 50%; es decir, 2.700 pesetas/mes). Al margen del rechazo que pueda tener el alquiler en un país en que «las autoridades» han hecho de la vivienda en propiedad no sólo una meta social, sino el mecanismo para el acceso a una mínima seguridad económica de las familias, hay que tener en cuenta las expectativas creadas en todos esos vecinos a los que se ha prometido recientemente vivienda. Una política de vivienda pública en alquiler podría sin duda plantearse -ahí está la experiencia europea-, pero despojándose previamente de «dogmatismo», formulando intenciones de modo expreso y afrontando la responsabilidad política de hacerlo todo ello es lo contrario al subterfugio intentado por el Gobierno pretendiendo dar una «salida» ante el establecimiento de unas condiciones financieras imposibles para las capas sociales a las que teóricamente van dirigidas.
He aquí que cuando en la izquierda, tras incurrir en el dogmatismo de hacer del «régimen de tenencia» una cuestión de principios, se inicia el abandono de tal postura, una derecha, sin ideas propias, hereda sin asomo de crítica ese viejo dogmatismo. ¿Acaso el ejercicio efectivo e irrenunciable -no vagamente preferente- por la Administración del derecho de tanteo y retracto en las segundas ventas de viviendas de promoción pública no garantiza uno de los objetivos básicos que se persigue al preconizar el régimen de alquiler? Admitido que en los casos, que siempre existirán, en que la amortización ha de superar plazos de 35 años, sea obligado el régimen de alquiler.
Pero es que además, la «solapada» intención de preferencia del régimen de alquiler que contienen las medidas del Gobierno están en contradicción con el objetivo que parece estar detrás de las mismas: la recuperación más rápida de los fondos públicos invertidos (para ello se imponen condiciones más duras en la financiación). Contradicción que se agrava si se piensa en la voluminosa cifra de impagados a los que el Estado tendrá que hacer frente si decide aplicar en las operaciones que tiene o va a poner en marcha, condiciones no soportables por los usuarios.
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