Nos confundimos de Calvo Sotelo
Lo de Europa, definitivamente, es una pasión no correspondida que va camino de transformarse en vicio solitario. Estos tormentosos diecisiete años de relaciones hispano-comunitarias formarán inexcusable capítulo de una maravillosa biografía de la frustración, junto a aquellas hermosas e inconclusas historias de rastreadores del Santo Grial, deseantes de la Barataria, codiciadores de Eldorado y rescatadores de El Guernica. Hubo en todos nuestros embajadores en el infierno comunitario un algo heroico de Lanzarote del Lago, combinado magníficamente con cierta vulgaridad sanchopancista, locura suicida a lo Lope de Aguirre y pesimismo histórico.Una nueva fatalidad está a punto de desbaratarnos la esperanza. Los comunitarios están resignados a admitir lo español, pero no el español. Según me entero, las cuentas de la Comunidad salen, a trancas y barrancas, con los cítricos, la libre circulación de los emigrantes españoles, el acero excedente, los marineros de altura y otras producciones de tipo mediterráneo, pero los ordenadores electrónicos se ponen nerviosos, rojos, con nuestra lengua.
Y hacen la siguiente aritmética. La inclusión del español, del griego y del portugués, no solamente implicará un notable incremento de sus costes editoriales, gravando de seis a nueve el número de terribles documentos a traducir por sesión, sino que aumentará de modo kafkiano la plantilla de intérpretes simultáneos, con riesgo grave para los no muy saneados presupuestos del organismo europeo. El corresponsal permanente de Le Figaro, en Bruselas, me ahorra el esfuerzo matemático: para que cada orador comunitario pueda hablar en su propia lengua y para que cada escuchante tenga acceso inmediato a la correspondiente traducción, es necesario organizar doce combinaciones lingüísticas para cuatro lenguas; treinta, para seis lenguas, y nada menos que 72, para nueve lenguas, que es nuestro caso. Serían preceptivas, por consiguiente, nueve cabinas de proporciones olímpicas para albergar holgadamente a un número de intérpretes especializados capaces de proporcionar un servicio de traducción instantáneo de ocho sistemas lingüísticos.
Tal es el nuevo drama que se cierne sobre don Leopoldo Calvo Sotelo. Porque los cuatrocientos funcionarios intérpretes de la CEE, acaso el servicio más numeroso del mundo de las siglas internacionales, consumen una cuarta parte del presupuesto de funcionamiento de la Comunidad. Cifra que se dispararía, aseguran los expertos, con la admisión de las lenguas de Cervantes, Camoens y Melina Mercuri.
Los viejos europeos están naturalmente alarmados por esta triplicación idiomática que se les viene encima por culpa de los sureños negociantes: habrá que ampliar el presupuesto considerablemente para que todos puedan expresarse y escuchar en sus lenguas maternas, pero sobre todo, habrá que hacer un gigantesco esfuerzo en el mercado del trabajo lingüístico para contratar a una profusa serie de profesionales altamente cualificados capaces de verter en ocho lenguas la infinita barahúnda de neologismos, clichés desesperantes, sintagmas absurdos, extraños aparatos metafóricos, hipérboles, construcciones perifrásticas de aquí te espero, eufemismos, vulgarismos y extranjerismos, que articulan el lenguaje de la política oficial de las distintas administraciones europeas, oficio que no deseo al más desesperado de los penenes en paro.
Ignoro lo que don Leopoldo habrá argumentado ante este nuevo jarro de agua fría capaz de frenar los espectaculares avances diplomáticos logrados por el Gobierno en vísperas electorales. Es de desear -es de rezar, para ser más precisos- que nuestro ministro no se haya ido de la lengua y les haya soltado a los comunitarios que, además de lo que llamamos español, existen por estos pagos, constitucionalmente hablando, el catalán, el vascuence, el bable, el gallego, el valenciano, el caló, el cheli, el mallorquín y la galiparla de los estructuralistas marchitos. Sospecho que nos hemos equivocado de Calvo Sotelo para esta concreta operación histórica: mandamos a un don Leopoldo y nos está haciendo falta un don Joaquín.
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