El honor militar y la lealtad al pueblo
Capitán de Caballería
Los últimos asesinatos de militares y no militares son demasiado escalofriantes y demasiado absurdos, con independencia de credos y filiaciones. Son propios de desquiciados, tanto como de asesinos. Atentan contra demasiadas cosas, pero, a la postre, estoy seguro que producirán efectos, contrarios a los que teóricamente buscan sus autores; si es que éstos matan por algo más que por, simplemente, matar o por cobrar un premio en metálico.
En el progreso de la cultura occidental los últimos doscientos años, una de las direcciones más claras es la salvaguardia de la vida humana, y ni siquiera el poder punitivo del Estado se atreve hoy a quitar la vida al peor delincuente, en los países civilizados. No admite ya la conciencia occidental ningún motivo para matar fría y pensadamente, la vida es un valor supremo.
Y no cabe más la objeción de que todos «esos» sean avances de una nueva cultura burguesa de explotadores, porque un pensamiento socialista coherente, que analice realmente la Historia, admite las libertades formales, los derechos fundamentales elaborados por las democracias. burguesas, integrándolos y asumiéndolos en su cuerpo doctrinal. Incluso los países que los conculcan no se atreven a hacerlos desaparecer de los textos constitucionales, porque los derechos humanos constituyen ya patrimonio común universal.
Pero, además, estos salvajes asesinatos no solventan nada para los asesinos, aunque logren estremecer y asustar la conciencia ciudadana. Porque la violencia no resuelve los problemas políticos, sólo engendra más violencia. Las soluciones de fuerza pocas veces son soluciones, ya que no hacen sino congelar los conflictos, dejándolos entre paréntesis: la violencia no es un remedio político, sino una chapuza sangrienta.
II
Creo recordar un artículo de Jesús Puig, quien fue premio Nacional Ejército, donde se decía que el sentimiento antimilitarista surge como consecuencia de un previo sentimiento antibelicista. Esto -que ocurre, sin duda, a veces- está lejos de agotar las etiologías del antimilitarismo. Sí coincido, en cambio, con Puig en subrayar la oleada de protesta en la sociedad actual contra las instituciones autoritarias, incluida la militar, crisis superable por la inserción del Ejército en la sociedad, dejando de ser tema tabú.
Más antimilitarismo generan, probablemente, más susto al ciudadano, unas Fuerzas Armadas o de orden público indisciplinadas o sediciosas; como lo produciría, salvando evidentes diferenciaciones, la flota de autobuses o camiones si comenzase a no respetar los semáforos y los pasos de cebra, o a caminar por la izquierda, puesto que devendrían armas mortíferas aquellos instrumentos destinados a un servicio de la colectividad o público. Por eso, al militar le exigen las Reales Ordenanzas de Juan Carlos I que sea ejemplar como profesional y como ciudadano, del mismo modo que todos entendemos que el conductor de un camión pesado debe respetar más, si cabe, el orden y las órdenes de tráfico que el de una bicicleta.
El depósito de las armas que pertenecen a todos los españoles es un dépósito sagrado y la delegación que hacen los mismos en los Ejércitos no es una carta blanca. Pero, más todavía que las armas, el elemento fundamental castrense, que es el hombre (en su mayoría no profesional de la milicia), viene a las filas para servir a España, a toda ella, no a alguna fracción o facción. La Patria es de todos, no de unos pocos, igual que la bandera. Por eso, los Ejércitos han de observar una escrupulosa imparcialidad y respeto a la soberanía del pueblo español, una rigurosa obediencia al Gobierno y un respaldo sin reservas a su jefe supremo, según el artículo 62 de la Constitución de 1978, el Rey.
Por eso, también, son sediciosos e incitan a la rebelión y la traición aquellos órganos de prensa que decían que el Ejército había pedido, reciente y multitudinariamente, la dimisión del Gobierno. Esto, además de delictivo, es falso, porque, en el acto a que se refieren dichos medios, la única representación de los Ejércitos la ostentaban sus altos jefes; y porque -siguiendo el hilo y la propia lógica descabellada de tales informaciones-juicios- quienes expresaron lo que expresaron fueron muchos menos de la mitad; y da la casualidad que estamos en un régimen democrático, donde privan las mayorías; con que ni siquiera con esa lógica respetan la verdad. Y eso que, gracias a que hay democracia, ellos pueden hablar y aun mentir.
Ya que mentira es, también, decir que en las calles de Madrid, en la manifestación del 4 de enero, estaba «la oficialidad» del Ejército. Estaban unas decenas, dentro de una guarnición con miles de oficiales y suboficiales, sin contar los soldados, que también son Ejército. Madrid no «vio a su Ejército en la calle ». Y mentira suprema es decir que la petición de dimisión fue unánime. Yo estuve allí y, si no doy más datos, es para no usar los que conozco por razón de mi cargo, el que me permitió estar allí, para testimoniar y condolerme, no para tolerar que me llame sedicioso un órgano de prensa.
III
El honor u honra militar, concepto tan importante como ambiguo, tan utilizado, a veces, cual comodín de naipes, difícilmente puede esgrimirse como si fuera ley positiva, particularmente si es para conculcar ésta. ¿Qué cabe entender «positivamente» por honor? Quizá la mejor (o la única) manera de discernirlo sería examinar los preceptos implícitos en la ley Penal Militar (Código de Justicia Militar), en su título XI, «Delitos contra el honor militar». Pero, bajo esta rúbrica, se incluye un abultado número de tipos, tutelando muy diversos bienes jurídicos. Ya he escrito que, en cierto modo, el título hace de «cajón de sastre», de «Iínea de retaguardia » bien armada como para reforzar la disciplina judicialmente con la protección que implica el poder punitivo del Estado y todas las consecuencias (prevención general, prevención particular, expiación ... ) que pueda conllevar la imposición de pena.
Se utilizaría, en resumen, la jurisdicción como «suplemento» de poder gubernativo, sin que quepa construir un concepto sólidamente unitario del honor militar desde el punto de vista penal-positivo, pues como delitos contra dicho honor figuran tipificados, desde la conducta del «militar que, destinado a perseguir la defraudación de las rentas públicas, quebrante su consigna tomando parte en» el acto ilícito (artículo 357 del C.J.M.), hasta la indiscreción en asuntos del servicio (artículo 349) o la realización de actos deshonestos de homosexualidad (artículo 352).
Por otra parte, este «honor» parece, en ocasiones, sólo el de los oficiales, no el de los suboficiales y tropa, como puede verse en diversos artículos: por ejemplo, artículo 354, es delito contra el honor militar la agresión de un oficial por otro oficial o la ejecución en su persona de algún hecho afrentoso o, simplemente, despreciativo. Yo afirmo que es honor la lealtad al pueblo, a su Gobierno y su Parlamento, a su Rey, Jefe Supremo constitucional de las Fuerzas Armadas; y que es lo contrario a la traición, la rebelión y la sedición. Porque, como dicen las nuevas reales ordenanzas, «el sentimiento del honor llevará al más exacto cumplimiento del deber».
IV
El día 8 de enero, después de una documentada conferencia del ex presidente de la Comisión de Defensa del Congreso, Enrique Múgica, en el Club Siglo XXI, sobre las Fuerzas Armadas en la democracia, los asistentes a la cena le asaetaban a preguntas en el coloquio. Algunos le acusaban de «no mojarse», cuando es uno de los pocos que «ha osado» hablar públicamente de los Ejércitos en una sociedad democrática. A mi lado, el ex senador real Juan Ignacio de Uría coincidía con mi confianza (y yo con la suya) en el pueblo vasco, en la complementariedad, entre él y el resto de España, en el creciente aislamiento de ETA. Peridis, a mi otro lado, nos rendía el favor de caricaturizarnos. Yo pensaba que, por encima de las contradicciones y sinrazones políticas o castrenses, en Euskadi y en España caben la ilusión y la esperanza; que la ósmosis Pueblo-Ejército es un hermoso reto; que las Fuerzas Armadas se niegan a ser un grupo o instrumento de presión; que unos pocos asesinos fascistas, sedicentes ultraizquierdistas, no pueden robar el futuro a 36 millones de españoles, ni la serenidad a su Gobierno, a sus jueces, a su Parlamento, a sus fuerzas de orden público, a sus Fuerzas Armadas; que pertenezco, en fin, a un pueblo suficientemente maduro para no haber entrado en ninguna de las dos guerras mundiales o para cambiar de régimen en 1931 y 1978, también sin sumirse en guerra civil; porque éstas, como los pronunciamientos, los españoles, civiles o militares, no vamos a tolerar que se den nunca más.
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