Lo que se va y lo que nos viene
El fin de la vanguardia, o sí se quiere: el fin del espíritu de vanguardia, en lo que supone de firme adhesión a los principios éticos que animaron a quienes allá por 1900 rompieron con la tradición artística de Occidente y fundaron el arte moderno, es una cuestión de la que ya se habla abiertamente: el último número de Arquitectura Bis, por ejemplo, aparece dedicado a después de lo moderno, haciéndose así eco a escala local de un debate que antes ocupó a las grandes revistas internacionales. Si la pintura permanece todavía un tanto al margen de ese debate crítico, se debe quizá a que su práctica no pone en juego una industria comparable a la de la construcción, con todas sus implicaciones políticas, financieras y tecnológicas; pero precisamente porque los costes materiales de la pintura son, por lo general, muy bajos, se producen en su terreno constantes oscilaciones y podemos encontrar así incontables variantes de un mismo modelo o, incluso, modelos incongruentes o contradictorios, al menos en apariencia. Las transformaciones más radicales ocurren en la pintura sin que los pintores se vean obligados a discutir públicamente sus distintos criterios, como discutían los arquitectos de los años veinte en el seno de la Werkbund y los de los treinta en el seno de los CIAM; por lo cual, la autoconciencia crítica de, la ruptura aparece allí casi siempre dispersa en el espacio y en el tiempo. Pero, a todo esto, ¿qué significa o qué puede significar a corto plazo la tan anunciada crisis de la vanguardia artística? Sonio es obvio, el fin de la vanguardia lo han de marcar el descrédito de sus manifestaciones más próximas, que han sido al mismo tiempo las más crispadas, y el regreso de los modos que la primera vanguardia arruinó. Sin embargo, este proceso involutivo no se está produciendo de una forma homogénea, ni tampoco convincente para todos, puesto que el descrédito del espíritu vanguardista, en cuanto militancia, no supone necesariamente el de la vanguardia, entendida ahora como vanguardia histórica de un modo general; la actual boga de la gran pintura americana -desde Rothko hasta Morris Louis- dernuestrapor el contrario, cómo la creciente desconfianza en el experimentalismo a toda costa que parecía inherente a la vanguardia puede desembocar en una especie de «revival» vanguardista, reñido con cualquier intento de resucitar una pintura de corte académico o academizante. Esta, por su parte, cuenta con un número cada vez mayor de admiradores, aunque esa admiración sólo se exprese en ocasiones de manera encubierta, como es, por ejemplo: preferir los simbolístas a Cézanne y los surrealistas a Mondrian. La gran popularidad de las ediciones sobre pintura académica del siglo XIX, el éxito de mercado de los pintores «fantásticos» y neosurrealistas, la inclinación de la actual iconografía «pop» -las carpetas de discos, sobre todo- por los recursos ilusionistas de la pintura tradicional, y el conjunto de complicados argumentos con que la crítica especializada justifica la legitimidad de pintores como Antonio López Garcia -por poner un ejemplo español y bien conocido-, son otros tantos indicios de que la intransígencia vanguardista del pasado resulta cada vez más agobiante y se vuelve cada vez más insostenible. En medio de este clima de creciente tolerancia hacia lo que la vanguardia más ortodoxa condenaba decididamente, nos podemos encontrar, sin embargo, con una plaga de neoacadémicos insufribles, que intenten colarnos sus ínfimos productos con el señuelo oportunista de que la vanguardia ha muerto.Se celebran en estos rnomentos en Madrid dos exposiciones donde cabe advertir perfectamente hasta qué punto puede ser dudosa la precipitada operación de recambio que se nos viene encima. La primera, la de Ernst Caramelle en la galería Buades, representaría la continuidad del espíritu vanguardista en su versión más peliaguda la segunda, la de Ricard Ferrer en la galería Juan Mas, representa la reacción académica más laboriosa y contumaz.
Erns Caramelle
Galería Buades, Claudio Coello, 43. Richard Ferrer. Galería Juan Mas, General Castaños, 15.
El austriaco Caramelle es, o parece ser, lo que convencionalmente se denomina un artista conceptual. Su exposición en Buades está com puesta por una serie de fotografías dibujos, recortes y películas agru pados bajo el siguiente título: « Dos piezas de cada obra/ dos obras de cada pleza». Duplicidad y simetría son, en efecto, los argumentos na rrativos no sólo del material expuesto aquí, sino también, y a juz gar por lo que hemos podido ver de gran parte de sus trabajos de estos tres o cuatro últimos años durante los cuales Caramelle pasó por el MIT. De Cambridge, Massachussets, recibiendo una fuerte influencia americana. De hecho, la producción «conceptual» de Caramelle trasciende el «esprit de sérieux» y el verbalismo habituales en sus colegas europeos -pensemos en Vostell-, para pensar, desde una perspectiva que irónica mente se disfraza de «conceptual» los problemas de índole formal que plantea la repetición, ya sea como motivo, ya sea como sistema de composición o reproducción. De este modo, la repetición de una figura o de un lugar se puede presentar y representar en registros que van, desde la doblez -en sus acepciones de molde, pliegue y falsedad- y el desdoblamiento, hasta las aberraciones de lo simétrico. Se trata, en definitiva, de una lúcida reflexión sobre la improbable inercia del espacio y los cuerpos que lo ocupan. De ahí que una botella aparezca preñada de aquella a la que sirve de modelo y sea, por tanto, más gruesa, un poco al modo que lo que ocurre con las de la porcelana, china; de ahí también esa hilarante serie de Cuarenta falsificaciones encontradas (1976-1978), con falsos Christo, Boltanski, Armann, Muntadas..., o esa partida de ping-pong rodada en video, donde los movimientos de los jugadores no consiguen sincronizarse con la reproducción que de los mismos nos ofrecen los receptores de TV, o ese disco de cartón que gira para descubrirnos el viejo truco gráfico de un rostro reversible y desigual.
Caramelle demuestra una vez más que lo qué hay al otro lado del espejo no es idéntico a lo que hay de éste de acá, pero creemos que, al igual que en Juan Navarro Baldeweg, su introductor en Madrid, la convicción, clásica por otra parte, de que el ojo nos engaña y de que su capacidad de engaño acaba siendo aún mayor que nuestra propia capacidad para contrarrestarlo mediante identidades, simetrías y repeticiones, no constituye en Caramelle un incidente más o menos chistoso y, en consecuencia, lamentablemente ingenuo y obsoleto, sino el requisito necesario de un programa coherente de proyección espacial, en arquitectura sobre todo, lo cual es mucho más de lo que los conceptuales solían proponernos.
La exposición de Ricard Ferrer se sitúa voluntariamente en el extremo opuesto. Según Ricard Salvat, que firma el catálogo, se trata de un pintor que había ya sufrido sucesivamente las influencias de Tápies, Ponc, Wesselman y Erwin Bechitold, y practica ahora una pintura de pretensiones clásicas. En cualquier caso, el presunto clasicismo de Ferrer debe ser fundamentalménte iconográfico, porque, la verdad, su pintura apenas dista un paso de las gítanas de calendario, y en sus mejores momentos, del Salón de Otoño. Obseso del «pastiche», Ferrer entra a saco en los pintores viinecianos del siglo XVIII y en los naturalistas del siglo XVII, demostrando, contrariamente a lo que supone Salvat en su presentación que no siempre merece la pena pintar lo que ya pintaron otros con más gracia.
Babelia
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