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Reportaje:

Los confictos de los adultos, causas frecuentes de malos tratos a los niños

¿Por qué maltratan,los padres a los hijos? A Jesús Q. R., seis años, internado en el hospital de la Cruz Roja de Hospitalet de Llobregat con fractura de la base del cráneo, fractura del parietal derecho y conmoción cerebral, su madre le acuchilló porque no le salía una resta. Al menos, eso es lo que contó el niño: «Mi madre me pegó con un cuchillo porque no me salía una resta. Luego me tiró por el suelo y me dio un montón de zapatillazos.» La madre, veinticuatro años, dijo que nada de eso era cierto, sino que el niño simplemente se había hecho todas esas lesiones al caerse. Sin embargo, tanto el hermano de la madre, tío de la víctima, quien presentó la denuncia, como los vecinos y familiares que testificaron el caso dijeron que la historia venía de atrás. Milagros Q. R., veinticuatro años, madre del niño apaleado, demostraba, al parecer, simpatía y cariño hacia otros niños, hasta el punto de encantarles con su presencia, pero maltrataba al suyo, un niño, según pudo saberse, que había nacido de otra pareja que la actual de la madre. Tal vez, tras la conducta constante de esta mujer con la criatura estuviese el intento de borrar o aniquilar un antiguo amor, una antigua relación. Un caso distinto es el de M. B. E., quince años, alias el Chico y M. A. Y. M., doce años, alias el Talavera, muchachos pertenecientes al hampa madrileña. Estos chavales vivían en una chabola en el kilómetro siete de la carretera de Andalucía, cerca de la colonia de San Fermín. Una mujer, Jacoba Genín Fresnadillo, 51 años, alias la Jacoba, que hacía un papel equivalente al de inadre con los muchachos, les maltrataba cuando se negaban a participar en las operaciones de robo.No se sabe qué razones de índole psicológico o íntimo impulsaban a la Jacoba a llevar ese tipo de vida con su banda, pero tanto en un caso como otro, el del niño maltratado por no hacer la resta y el de los jóvenes quinquis golpeados por no querer robar, tienen un común denominador, a nivel inmediato: los menores eran golpeados por no seguir el dictado de los mayores, por no dejarse encuadrar en los proyectos emocionales de los adultos, en su proyecto cultural o contracultural.

Arnaldo Rascovsky, eminente psicoanalista argentino, creador y divulgador mundial del término filicidio -término que sospechosamente la cultura no ha querido institucionalizar junto al de parricidio- declaraba recientemente que «el proceso cultural, para su fundamentación y mantenimiento, ha exigido permanentemente el holocausto de las nuevas generaciones». Esta es, según Rascovsky, «la base del progreso al hacer posible de ese modo la prohibición del incesto prohibición fundamentada por la cultura. Esto requiere el predominio de la acción represora de los instintos». Pero ¿qué progreso es el que así se fomenta?

Evidentemente el que señala la propia cultura oficial. El mundo adulto diseña sus proyectos hacia el futuro. La especie humana le tiene demasiado miedo a lo nuevo. Recientemente el doctor Rodríguez Delgado, buen conocedor de algunos aspectos de la dinámica cerebral, explicaba en EL PAIS cómo todo o casi todo está, de algún modo, predeterminado en las generaciones que empiezan. Y, como diría Raskovsky, esa predeterminación ya es una forma de filicidio.

Lo que sucede es que existen múltiples formas de filicidio. Esa manifestación aberrante, mostruosa o sangrienta, de los impulsos anti-vida, anti-niño, de los adultos que es filicidio consumado no está tan lejana de la práctica cotidiana de la educación. Al fin y al cabo, la madre que rompió el cráneo a su niño por no restar bien no hizo sino aplicar, de un modo, por supuesto extrapolado, la vieja máxima de las pedagogías autoritarias: «la letra con sangre entra». Y la Jacoba, obligando a sus muchachos a robar, no hacía sino mostrar la caricatura de esa constante preparación para la guerra y adiestramiento de los jóvenes en la violencia, propia de todas las culturas.

El filicida violento asesinará o golpeará a su hijo, cuando su im pulso o afectividad se opongan a sus deseos, a lo establecido o conveniente para el adulto y su mundo. El filicida suave logrará la identificación de su hijo median te un proceso afectivo de someti miento que llevará al hijo a hacer lo que quiere su buen padre sin violencia formal alguna.

Al primer caso pertenece otro caso que fue desgraciadamente célebre en Bellvitge (Barcelona) en mayo de 1976. Una niña de ocho años encontró la muerte en una bañera, después de ocho me ses de angustia en una lucha constante por su liberación, de la que salió definitivamente perde dora. Raquel, empleada en la central de teléfonos de Lisboa, daba a, luz en 1967 a una criatura, María del Cielo. La niña, en la primera etapa de su vida, vivió junto con otro hermano y con la abuela -sin su madre-. Los tes timonios de aquella época describen a la madre como una mujer abnegada, volcada hacia sus hijos, para los que trabajaba incansablemente, pero les veía poco. Raquel se casó entonces con Antonio, un camionero salmantino y se establecieron en Barcelona llevándose consigo a los niños. Al parecer, la niña nunca llegó a aceptar esa nueva situación, experimentando deseos de huir, llegándose a escapar doce o catorce veces. La madre n.o estaba dispuesta a consentir que se le marchase su hija. Los vecinos constataban en los cada vez más visibles signos morados de la niña la lucha cotidiana entre madre e hija, la segunda por escapar, y la primera por retenerla. La madre no estaba dispuesta, de ningún modo, a perder aquel trozo de su vida, al que convirtió, como se convierte todo lo que es vivido posesivamente, en algo definitivamente muerto.

Tras varios meses huyendo de casa, adonde era devuelta siempre por la Policía Municipal, que no hizo mucho por saber por qué huía María del Cielo, y tras un internamiento en el Hospital de San Juan de Dios, en cuya unidad de cuidados intensivos permaneció durante doce días a causa, de una fractura, pocas semanas después, el 5 de mayo de 1976, la niña anunció a su madréque se iba a marchar definitivamente. La madre entonces la encerró. La niña protestó haciéndose sus necesidades sin quitarse ropa alguna. La madre, enfurecida, la mandó a lavarse al baño. Cuando volvió, la madre la encerró de nuevo, ante lo que la niña dio la misma respuesta. La madre perdió los estribos: «Perdí la cabeza y ya no se qué pasó -declaró ante el juez-; creo haberla mandado al lavabo. No sé si estuve allí con ella o no. Tampoco sé si la pegué...» Lo cierto es que cuando la madre escuchó el golpe de la niña al desplomarse, tras intentar hacerle la respiración boca a boca y darle masajes en el corazón, reconoció que había asesinado lo que más quería. Gritó entonces ante toda la vecindad delante del cadáver de la niña: «¡Yo no quería hacerte daño, yo no quería hacerte daño!» Se dice que en España se maltratan cada año más de 4.000 ruños; que en la República Federal de Alemania, 3.000 son torturados, de los cuales cien mueren y trescientos quedan inválidos temporalmente o de por v¡da, y que en Estados Unidos más de un millón de niños son atacados más o menos esporádicamente con armas. Sin embargo las cifras no son exactas por varias razones. Una de ellas porque multitud de casos son ocultados, y otra, porque para decir cuántos niños son torturados por sus padres habría primero que definir qué es la tortura.

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