Sobre religión y Estado
Leo en EL PAIS del miércoles 27 de diciembre de 1978, una respuesta de José María Martín Patino a mi artículo publicado el día anterior en este mismo diario sobre «La Constitución: si no Dios, ¡al menos la Iglesia!»Me parece que está en su derecho de exponer sus puntos de vista, divergentes de los míos en el aspecto que nos ocupa: ¡Ojalá aprendamos a practicar la democracia, y no solamente a invocarla! En virtud de esa misma libertad de expresión me permitirá que haga algunas acotaciones a dicho artículo, no para polemizar, sino para corregir algunas que yo creo inexactitudes en el planteamiento.
1. Dice Martín Patino de mí: «José María González Ruiz, que es tenido (el subrayado es mío) por teólogo y progresista ... » No entiendo ese «tenido», ya que él sabe muy bien que yo obtuve el doctorado en Teología en la Universidad Gregoriana de Roma y el licenciado en Ciencias Bíblicas en el Pontificio Instituto Bíblico de la misma ciudad; además, mis obras «teológicas» han salido a la calle, algunas con «imprimatur» suyo (que yo agradezco mucho). Supongo que ha sido un momento de nerviosismo: tan amigos como antes y... aquí no ha pasado nada.
2. Me extraña enormemente que no acepte mi objeción sobre el caso. Recaredo y haga un juicio tan positivo sobre aquellas circunstancias; yo sigo pensando que aquella amalgama entre religión y Estado fue para nosotros, los españoles, nuestro «constantinismo» particular, del que se han derivado, a lo largo de la historia, mayores males que bienes, tanto para la sociedad civil como la Iglesia.
3. Todo lo demás que dice sobre las relaciones que debe haber entre un Estado y las confesiones religiosas no entraba en cuestión, y en principio estoy de acuerdo con ello. Yo solamente me atenía a un hecho existencial: la lectura real que el pueblo ha hecho de dos noticias consecutivas: 1.ª, que la Iglesia había rechazado la invitación a asistir al acto solemne de la sanción de la Constitución; y 2.ª, que bajo la presión del presidente de las Cortes, había cedido. Esto, para la gente, significa que la Iglesia vacila en una posición ambigua; solamente quería reflejar esta realidad, que tanto daño hace a los fieles (y menos fieles) de nuestra Iglesia.
4. Indirectamente me acusa de una «cierta incapacidad de innovación», por llevar fórmulas estereotipadas que se convierten en únicos puntos de referencia. Más concretamente: que yo no hago nuevos planteamientos, sino solamente aplicar las mismas sentencias y las mismas críticas que yo mismo (con otros) lancé hace años en circunstancias diametralmente distintas. A. esto tengo que decir que yo nunca fui político ni lo soy ahora tampoco: o sea, que como antaño, en nombre del Evangelio, me vi obligado a hacer un juicio negativo de ciertas conductas; es posible que, en nombre del mismo Evangelio, me ocurra lo mismo en una situación inmediatamente futura. Desde luego, no se trata de un «sadismo pseudoprofético» sino simple y llanamente de esa actitud profética que nos recomendó el propio Cristo cuando nos dijo que «Su Reino no es de este mundo», y que, por consiguiente, la Iglesia de alguna manera podrá situarse fuera del «mundo» para juzgarlo cuando sea necesario. Cosa muy difícil en una situación de confesionalismo reconocido o de eso que ahora se llama «compromiso histórico», nueva edición del viejo constantinismo.
5. Finalmente dice que para acatar la Constitución y los contenidos que entraña para la Iglesia, no hace falta consultar a cada uno de los miembros de la Iglesia, sino que es suficiente haber asumido la responsabilidad y el carisma de hacer visible en este mundo a su cabeza, que es Nuestro Señor Jesucristo. Me parece demasiado para tan poca cosa: ya decía en mi artículo que no se trataba de ningún dogma ni doctrina religiosa especial, sino de una contingencia histórica: ¿Por qué, si no fue posible consultar, al menos no se informó a los católicos de las razones que in extremis ha tenido la Iglesia para estar presente en el acto solemne de la Constitución? La verdad es que solamente ante el modesto reto de mi artículo se ha levantado una voz (lógicamente tardía y algo nerviosa) para balbucear las razones prudenciales de esta presencia.
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