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Del desencanto a las elecciones

Los resultados definitivos del referéndum, ahora ya oficiales, han puesto de relieve la voluntad mayoritaria del país de convivir pacíficamente bajo un sistema democrático. Tan sólo desde posiciones interesadas y sectarias se podrá argumentar que el voto favorable del 60 % del cuerpo electoral con la raquítica oposición del 5 % es insuficiente para cimentar sólidamente la legitimidad de nuestra Constitución. Baste recordar, al respecto, que la monarquía belga fue refrendada en 1950 por sólo el 52 % del voto, frente a la oposición del 38 %; que la República italiana fue proclamada en 1946 con el respaldo de menos del 48 % y el voto negativo de más del 40%, y que la Constitución francesa de la IV República se aprobó con el 36 % de votos a favor, el 31 % en contra y el 30 % de abstenciones. Incluso la de 1958, que alcanzó un 66 % de votos favorables, en medio de circunstancias dramáticas, encontró la oposición, mucho mayor que la nuestra, del 17 %.Por otra parte, si las cifras del censo hubieran sido correctas e incluido, como debían, solamente a las personas que en 1970 tenían diez años o más y, por tanto, son ahora mayores de dieciocho años, descontando los fallecimientos ocurridos y añadiendo el saldo neto de la emigración-inmigración, habrían figurado en el censo entre millón y medio y dos millones menos de electores, lo que significa que la proporción real de síes se aproxima al 65 %, mientras que la de noes no llega al 6 % y ese es, sin discusión, el resultado más brillante de todos los referéndums democráticos, constitucionales o no, celebrados en Europa desde 1945. Lo que, naturalmente, no impide reconocer las sombras que arrojan los resultados del País Vasco y el elevadísimo porcentaje de abstenciones en todo el territorio que, aun con las correcciones del censo, alcanzaría al 30 %.

Los datos del País Vasco hablan por sí solos, confirmando de manera espectacular la gravedad de la situación política de Euskadi, el obstáculo que esa situación comporta para la definitiva consolidación de la democracia en España y la imperiosa necesidad de encontrarle urgentemente una solución política aceptable para todas las partes. Pero la elevadísima abstención en todo el territorio nacional, la abstención de una tercera parte de los electores, merece, por su parte, una cuidadosa atención a la hora de fijar la estrategia a seguir una vez promulgada la Constitución.

Y para ello es preciso, antes que nada, deshechar todo intento de trivialización del fenómeno abstencionista, minimizando su alcance o relativizando su significación. Es falso, en primer lugar, que en toda consulta electoral se puedan atribuir a causas técnicas un 20 % de las abstenciones, como es falso que la abstención de un tercio del censo sea normal en las democracias occidentales, donde la tasa de participación suele oscilar entre el 75 % y el 80 % y donde, con frecuencia, se alcanza el 85 %. Tampoco es cierto que en esos países participe menos gente en los referéndums que en las elecciones, sino que, en muchas ocasiones, sucede justamente lo contrario. De igual manera, resulta insostenible el argumento de que la previsión del desenlace de la consulta contribuye a incrementar la abstención. En Francia, por poner sólo un ejemplo, los índices más altos de asistencia a las urnas se han producido, precisamente, en aquellas ocasiones en que el resultado positivo se preveía con mayor seguridad.

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Queda, pues, ese general desencanto, aludido una y otra vez en todos los análisis, como explicación principal, aunque no única, de la actitud de esa tercera parte de electores -un 12 % más que en las elecciones de junio que se resistió a secundar, a pesar de la insoportable presión de la propaganda, las directrices de voto del Gobierno, los partidos, los grupos parlamentarios, las organizaciones sindicales, la prensa, la radio y la televisión. No fue, por tanto, esta última, como han sugerido algunos, la «gran perdedora» del referéndum, sino que lo fueron igualmente las fuerzas políticas y sociales organizadas incapaces de inducir a votar a casi un tercio del electorado a pesar de la precipitada y, por ello, demagógica reducción de la edad electoral a los dieciocho años, cuyos efectos hayan sido, tal vez, contraproducentes.

Desencanto que se ha venido atribuyendo con cierta ligereza a la política de consenso, a la que se hace responsable injustificadamente de todos los males de la transición, pero que expresa, en todo caso, la frustración de una parte muy importante de la población ante la inexistencia de un proyecto político bien definido, la insuficiencia del cambio, la ambigüedad frente al pasado y la incertidumbre del futuro, la falta de transparencia del proceso político, en general, y del proceso constituyente, en particular, la escasa publicidad de las decisiones principales, la persistencia de los procedimientos oligárquicos, tanto en el interior de los partidos como en la vida nacional, la ausencia de explicaciones sobre el significado y alcance de los pasos que había que dar en cada momento. Desencanto y frustración, en fin, por la desatención a los grandes problemas concretos que ha llevado a mucha gente a desentenderse de una situación en la que sólo ven la sustitución de una clase política por otra.

No se trata, al subrayar estos hechos, de justificar el abstencionismo estético, ni de poner en discusión la importancia de algunas de las transformaciones operadas en este año y medio ni, menos aún, de ignorar las múltiples circunstancias que han condicionado el proceso de la transición. De lo que se trata, más bien, es de llamar la atención sobre un hecho tan importante como es el de que para una porción muy considerable del censo, probablemente superior al número de abstenciones, el cambio a la democracia parece o no haber significado gran cosa, o haber incluso defraudado considerablemente las expectativas que en él se habían depositado, con razón o sin ella. Y ese es, desde luego, el dato de mayor trascendencia política en un momento como este, en que, consumada formalmente la fase de la transición, es preciso llevar a cabo la concreción real de la democracia y afrontar los problemas.

Sin ese dato difícilmente podría comprenderse el desconcierto general de la clase política, tan sabiamente explotado por el presidente Suárez, ante las diversas alternativas que abre a éste la famosa y disparatada disposición transitoria octava de la Constitución. El PSOE, que tan insistentemente venía reclamando la inmediata convocatoria de elecciones generales, ha bajado el tono de su reclamación y algunos de sus dirigentes se manifiestan públicamente en contra. El PCE oscila, estas últimas semanas, entre la aproximación al PSOE y el apoyo al presidente, sin renunciar en forma expresa a su ya clásica posición en favor de una coalición UCD-PSOE.Y UCID, por su parte, se debate internamente, mientras su presidente deshoja la margarita, entre interpretaciones encontradas y aun contradictorias del camino a seguir.

Es lógico que así suceda, por que el abultado porcentaje de abstenciones no sólo ha trastocado muchos de los cálculos previos al referéndum, sino que ha hecho más arriesgadas y comprometidas las elecciones, al tiempo que las hacía más necesarias. Más necesarias, porque la frustración y el desencanto podrían acentuarse peligrosamente de mantenerse un Gobierno minoritario sin fuerza para abordar los grandes temas políticos, económicos y sociales que el país tiene planteados, o de constituirse una alianza gubernamental o parlamentaria entre UCID y el PSOE que, dejando al sistema sin efectiva oposición, difícilmente permitiría enfrentarse eficientemente con la corrupción, el despilfarro, la imprevisión y la inoperancia. Pero las elecciones son también más problemáticas que nunca, pues en caso de repetirse las pautas de abstención el sistema, en su conjunto, vería mermada su legitimidad en forma considerable, y como, lógicamente, la abstención perjudicaría de manera especial a UCD y PSOE -que poseen las clientelas electorales menos activas-, las posibilidades de constituir una mayoría estable, moderada y con fuerte apoyo popular serían todavía menores.

De ahí que tanto para uno como para el otro partido la precedencia de unas elecciones sobre las otras constituya una cuestión capital, ya que los mejores resultados que previsiblemente lograría el PSOE en las municipales generarían una dinámica favorable para los socialistas de cara a las generales, y los mejores resultados que en éstas podría conseguir UCD producirían el efecto contrario. Es verdad que, legalmente, no hay obstáculo que se oponga a la anticipación de las generales y que, políticamente, la victoria socialista en las municipales con UCD en el poder provocaría una situación de inestabilidad y desequilibrio poco congruente con los intereses generales del país. Pero también es cierto que la izquierda está cargada de razón al exigir la celebración previa de las municipales como garantía mínima de la pureza del proceso electoral y como exigencia impuesta por los compromisos contraidos entre todas las fuerzas políticas al discutirse y aprobarse la ley municipal.

En cualquier caso, las elecciones municipales no pueden retrasarse más sin que se ponga en cuestión la credibilidad democrática de UCD y, por tanto, la celebración simultánea o casi simultánea, de ambas consultas en el marco de una campaña única parece la única solución correcta y apropiada. Correcta, porque impediría que una de ellas determinara los resultados de la otra en beneficio de un partido, y apropiada porque reduciría notablemente los costos políticos y económicos de este largo período de incertidumbre constituyente y, sin lugar a dudas, reduciría en forma drástica el grave peligro de una nueva abstención en masa.

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