Los pintores de la casa de Borbón en el siglo XVIII
Todo logro debe ser medido según las fuerzas que por él entran en maquinación. Así, esta pequeña muestra bien puede felicitarse por haber acertado en su propósito. La idea de presentar, desde la iniciativa privada, un panorama representativo (a la vez que muchas veces inédito o poco accesible) de la pintura oficial de nuestro siglo XVIII permitiría, en principio, pocas esperanzas respecto al resultado. Sin embargo, nada ha sido como cabría esperar y, aunque la exposición cuenta con la fundamental ausencia de Tiépolo y Mengs, el conjunto de obras presentes compone una imagen bastante fidedigna del universo pictórico en la corte ilustrada de los Borbones. Cada uno de los puntos esenciales del mapa artístico de este período se halla aquí representado. Del primer momento, redundantemente afrancesado, que corresponde al un reinado de Felipe V, tenemos retrato de la última época de Louis Michel Van Loo, quien venía a culminar el ciclo que, entre los pintores de cámara, formaron los Hovasse (padre e hijo) y Ranc. Con Fernando VI viene el cambio de interés hacia lo italiano, cambio en el que, sin duda, había tenido ya buena parte Isabel Farnesio, a quien Madrazo atribuye en su Viaje artístico un gusto más certero que el de Felipe V. Tenemos aquí dos figuras claves: Jacopo Amigoni y Corrado Giaquinto, que inaugurarán el gran período de los fresquistas. Del segundo se nos muestra un magnífico y teatral boceto referente a una visión dudosamente interpretada como de Santa Teresa. En él queda plasmada toda la diestra grandiosidad del napolitano que, sin embargo, habría de quedar aplastada por la llegada de Tiépolo y Mengs. Pero será sobre todo la férrea dictadura estética ejercida por este último a partir de los años sesenta lo que obliga a hablar de un final de la influencia italiana. Las enseñanzas de Giaquinto perdurarán, no obstante, en su discípulo Antonio González Velázquez, quien las hará llegar a Paret y a la primera época de Bayeu y Maella. La exposición presenta una versión inédita de los bocetos para los frescos del Pilar, de González Velázquez, otro boceto de Bayeu para un fresco de El Pardo y una curiosa maqueta de Maella de la bóveda del comedor de la Casita del Labrador en Aranjuez.Pero, sin duda, las obras más interesantes de esta colección son, a mi modesto entender, las debidas a la mano de dos artífices cuya inclusión en esta muestra sólo es posible a modo de colofón. Es el primer caso el de Goya, de quien tenemos aquí sus dos obras de atribución más temprana (1.771), exhibidas por primera vez públicamente en nuestro país. Se trata de dos pequeños lienzos de corte clasicista en los que el joven Goya expone el tema del sacrificio a Vesta y Pan, respectivamente. En el primero (y más interesante, a mi juicio) la figura del oficiante resulta casi idéntica a la del sacerdote de la «Presentación de Jesús en el Templo» de la Cartuja de Aula Dei, realizada pocos años más tarde. Cierra esta muestra el pintor Luis Paret y Alcázar quien, como bien apuntan los organizadores, aun no habiendo sido pintor de cámara por su incidente con Carlos III, por los muchos encargos reales que recibió y su calidad, muy superior a la de otros pintores que si entraron al servicio de los Borbones, no podía faltar aquí. Apodado el Watteau español, fue uno de los más interesantes artistas de su tiempo. De él cabe destacar, incluso por encima de su célebre «Paseo frente al jardín botánico», aquí presente, una excelente acuarela titulada «La Celestina y los enamorados». Se trata de una de las escenas galantes más impresionantes que recuerdo haber visto y, aun cuando la escenografía recuerda la de algunas estampas de Baudoin, se adivina en ella un patetismo latente semejante al que podríamos apreciar en «El cerrojo», de Fragonard, aunque expresado aquí de forma menos compulsiva.
Los pintores de la casa de Borbón en el siglo XVIII
Galería Barbié. Claudio Coello, 23.
Si en el lienzo de Fragonard el efecto viene dado por la tensión en que se mantienen ambos personajes, con lo que se introduce en la escena amorosa una insinuación de violencia, en la acuarela de Paret la placidez del tema galante se rompe por una serie de oposiciones iconográficas. Frente a la aparición amable de los enamorados, como símbolo de juventud y vida, queda enfrentada la figura senil de la Celestina, imagen de la decadencia rodeada de símbolos de muerte que se concretan en el cráneo, el murciélago disecado y el cadáver del ave.
Babelia
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