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Henri Matisse, en Nueva York

Es indudable que una buena exposición retrospectiva de la obra de un artista puede cambiar radicalmente nuestro juicio sobre éste: la posibilidad de contemplar simultáneamente la labor realizada en un período de tiempo puede descubrirnos sentidos insospechados hasta entonces, pero puede, también, revelarnos la monotonía, la falta de invención, la trivialidad, en suma, de dicha obra. Desde este punto de vista, toda retrospectiva es una prueba de fuego para el artista expuesto; pero si la obra exhibida proviene de los fondos de una colección única, la exposición ha de justificar no ya al artista, sino, sobre todo, al coleccionista o al museo a que pertenece la obra.Cuando el artista presentado es Matisse, la dificultad parece insuperable: exceptuados los museos de Moscú y Leningrado, ninguna otra colección que la del MOMA podría salir airosa de la prueba y darnos una idea precisa de la obra de Matisse en lo que tiene de prolífico, polifacético... e irregular -tan irregular que llega a causar desencanto-, y más de uno se queja de ver, al lado de una pin tura como la Le pon de piano, litografías como las Odaliscas y Arabescos, de 1929, o el torpísimo retrato de Dewey. Pero, en primer lugar, son tan importantes para comprender a Matisse sus obras maestras como su abundantísima producción de obras menores -no sólo por su género, sino también por su calidad- y, en segundo lugar, si es difícil que una exposición como esta sea fielmente represen tativa, ya es demasiado pedir que la representación esté compuesta únicamente por obras de primera magnitud. Y un vistazo al catálogo nos permitirá ver que tampoco es tas últimas escasean.

En lo que se refiere a la escultura, Le serf (1903), Nu couché (1906), Nu debout, les bras sur la téte (1906), La serpentine (1909), Jeannette I y II (1909), y Le dos (1909), entre otras, nos permiten seguir la trayectoria del maestro desde las influencias de Rodin y Degas, hasta la madurez que representan Jeannette III y IV (1911), Jeannette V (1913) y Le dos II (1913), y la depuración definitiva de su estilo en las obras de los años treinta, tales como Tiari, Vemis y Le dos IV (1931).

Otro tanto ocurre en pintura, donde podemos ver muestras de su etapa casi académica -La botella de ginebra con limones, de 1896- posimpresionista y casi puntillista -estudio prevío de Luxe, calme et volupté (1904), Paisajes, de Colliure (1905)-, primer fauvismo de los estudios para La danse y La musique (cuyas versiones definitivas se hallan en Leningrado), que desembocarán en el estilo maduro de las pinturas magistrales del período 1910-1920: Poissons rouges y Studio rouge (1911), Fenétrebleue (1913), Femme sur un tabouret (1914), Vue sur Notre-Dame (1914), Poissons rouges (1914), Marocains (1915), Variations sur une nature morte de Van Heem y la Leçon de piano (1916).

Es evidente que esta última lista de cuadros, bastaría para avalar la calidad de la exposición, y que es única la oportunidad que se nos ofrece de contemplar reunidas muestras tan significativas de la época más interesante, junto con los collages de finales de los cuarenta, de la obra de Matisse. También estos últimos están bien representados, con la serie completa de las ilustraciones para el libro Jazz, las casullas y vidriera para la capilla de Saint Paul de Vence, La piscine (1952) y el extraordinario Souvenir d'Oceanie (1953).

Casi ausente de la exposición está la producción de los años veinte y treinta -por lo menos en lo que a pintura se refiere-, y quizá quepa ver en esta ausencia una de las causas del desencanto que la muestra ha producido, pues de esa época datan las obras más típicas -tópicas- de Matisse, las más «fáciles» de ver. Están, sí, las litografías antes citadas de Odalisques y Arabesques (1924-1929), los grabados de desnudos (1929-1930), que forman junto con los retratos a línea continua -estilo en el que compitió amistosamente con Picasso- de los años 1912-1920, el grueso de la sección gráfica de la exposición.

Insisto en que esto es sólo una mención superficial del contenido del -magnífico- catálogo, y que no puede, en modo alguno, dar una idea, siquiera aproximada, del goce que supone poder ver contiguamente el Matisse de los años diez al veinte y al Matisse «retrouvé» de los últimos diez años de su vida. ¿Qué mejor manera de deentrañar el sentido de la aportación de Matisse a la pintura figurativa de la primera mitad de este siglo?

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