La locura Baudelaire
Baudelaire y su obra.Félix de Azúa. Colección Conocer.
Editorial Dopesa.
Las flores del mal.
Traducción de Antonio Martínez Sarrión.
Editorial La Gaya Ciencia.
Fue Saint-Beuve, a quien es superfluo llamar injusto y es poco tachar de partidista, testigo lúcido y contrito del nacimiento de lo moderno, quien habló de «ese quiosco singular, fabricado en marquetería, de una originalidad concertada y compuesta... al que yo llamo la locura Baudelaire». La agudeza da en el blanco y lo traspasa: hoy sabemos leerla mejor que quien la escribió o, al menos, creemos merecerla más. Hay en Baudelaire de filigrana y de arrebato, aunque ciertamente él hubiera prohijado sin vacilar la primera y aborrecido no menos cordialmente el segundo. Si su poesía es una locura en marquetería es porque no hay en ella otra manía.ni otro desvarío que la de la talla verbal.
Las semillas del nuevo tiempo
Todo nace con una broma que lleva las semillas del nuevo tiempo, esa filosofía de la composición que Poe escribió con motivo de su poema El cuervo y que brinda a posteriori las claves de una deliberación que en realidad nunca precedió a la obra referida, sino que fue más bien suscitada por ella. Se trataba de a merehoax pero que fue tomada extraordinariamente en serio por los sucesivos Baudelaire, Mallarmé... hasta convertirse en dogma con el hiperregulado Valéry. La poesía moderna nace con la pretensión de convertirse en ciencia general de los resortes lingüísticos, cálculo riguroso de las posibilidades inexploradas o excluidas de las palabras: a lo largo de los años derivarán los resortes hacia el automatismo, el cálculo hacia el balbuceo o el eructo, la identificación sabiamente provocada hacia la ininteligibilidad como maldición de la sinceridad o coartada de la impotencia... Pero bajo todo, si hay poesía, donde la hay y muy grande, en Baudelaire, siempre la locura, la posesión, el mordisco irrefrenable de lo absoluto. Grito en el tiempo, sellado por los afanes del tiempo, pero contra el tiempo, desde Theognis, el primer dandy, hasta el autor de Las flores del mal, nuestro hermano hipócrita y semejante.
Sinceridad calculada
¿Hipócrita? Sin duda, porque es el autor de una sinceridad calculada, de una espontaneidad cuidadosamente fingida pero que acabará convirtiéndose en nuestra espontaneidad moderna. Los héroes patrióticos, las pastoras arreboladas y los mártires cristianos que daban pábulo a la poesía oficial francesa del XIX, salvo escasas excepciones, nos resultan intolerablemente artificiosos, como ya comenzaban a parecerlo ampliamente a sus contemporáneos; en cambio, los temas del gran odiador de lo natural -el agobio informe de la ciudad gigante, la sensualidad pervertida o exasperada, la obsesión transgresora,, los paraísos químicos, la viandante que se nos pierde en la multitud ajena, la fétida carroña que es emblema de la morbosidad de nuestros amores, la condición misma del poeta como desplazado social- todos ellos forman ya nuestra naturalidad más inmediata. Buscando lo chocante, nombre profanador de lo nuevo, Baudelaire se deja llevar por lo verdaderamente cotidiano, se deja arrastrar... hacia nuestra cotidianidad. Pero es que la cotidianidad urbana era la verdadera y abrumadora novedad de la Francia posrevolucionaria; el poeta de nuestras ciudades odía lo natural porque es lo más. artificioso y rebuscado en el contexto que habitamos: su voz es la más sincera porque aspira a la perfecta originalidad. Como su fraterno cómplice, el lector, el poeta-dandy necesita la masa para sentirse diferente, el spleen para saberse eterno, el mal para reivindicarse libre... y condenado. Necesita -él, el único, el más original- exactamente lo que el Señor de este mundo va a darnos a todos a partir de entonces hasta enterrarnos en nuestra uniforme originalidad.
El fundador de lo moderno
Dos recientes acontecimientos editoriales traen de nuevo al primer plano de lo actual al gran fundador de lo moderno. A finales del pasado año aparecía la traducción bilingüe de Las flores del mal, realizada por Antonio Martínez Sarrión. Ninguna versión de un texto poético puede gozar del hiperbólico atributo de la perfección ni del antipático prurito de ser «definitiva»: baste consignar que ésta de Martínez Sarrión es con mucho la mejor, más sensible y rigurosa de las que en lengua castellana se han hecho de ese libro inmortal. Por otra parte, acaba de publicarse un ensayo introductorio sobre Baudelaire verdaderamente magistral, debido a Félix de Azúa. A la inversa de los que diariamente se nos asestan, este libro sin pretensiones obtiene legítimos y excelentes logros: constituye una penetrante meditación sobre el origen de la poesía moderna, en el que ya se prefigura su posterior derrotero. Félix de Azúa es -a gusto de algunos, entre los que me cuento- el crítico literario más dotado de nuestras publicaciones periódicas con el presente ensayito, primer trabajo de cierta extensión que acomete en este campo, se nos reafirma el ya viejo deseo de verle enredado más frecuentemente en la producción teórica. Pero ¿qué mejor pretexto que la figura y la obra de Baudelaire, adalid de la imaginación contra la memoria, para comenzar a ejercerse con mayor amplitud en el desentrañamiento del fenómeno literario?
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