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Teoría del cachondeo

Habría que estudiar el cachondeo nada menos que como una variante del Barroco español o troquelar la expresión Barroco/cachondeante o cachondobarroquizante, así como existe la expresión gótico florido. El cachondeo nacional es un Barroco florido y no precisamente de flores. Desde Francisco de Rojas Zorrilla a Fernando Fernán-Gómez.

Para hacer literatura comparada y aprenderse la Historia de España basta con decir que aquí unos hemos sido cachondos y otros no. Quevedo, Rojas Zorrilla (no en cambio Fernando de Rojas, autor de La Celestina), Valle-Inclán y Gómez de la Serna han hecho del Barroco renacentista europeo un cachondeo nacional que les ha servido mayormente para ir tirando y, de paso, para poner en claro al personal sobre la burla y mentira de la España que Neruda llamó de salmantino luto.

Ni Cervantes ni Azorin ni Gracián (con ser barroco), ni Galdós ni por supuesto Calderón son unos cachondos. Lope se queda entreverado. En la literatura, esto de ser o no ser cachondo no suele traer mayores consecuencias. En la política, en la vida nacional, en la Historia de España, en las guerras civiles, lo que suele salir es que a los cachondos les fusilan los que no lo son.

O sea que abre el ojo, como nos recomienda Fernán-Gómez en la comedia de ese título que ha recreado en el María Guerrero. Pero aquí hemos tenido cuarenta años de años cuarenta, o sea medio siglo mal contado en el que sólo se salvan y nos salvan tres grandes cachondos nacionales, geniales en vida y obra: Fernando Fernán-Gómez en el teatro, Luis Berlanga en el cine, Camilo José Cela en la literatura. Lo demás estaba todo entre Carabanchel y el café Gijón. Me lo decía el poeta Carlos Alvarez la otra noche:

-Aquí lo único decente era estar en la cárcel, estar recién salido de la cárcel o estar a punto de ir a la cárcel.

A punto estábamos todos.

Luis Berlanga, haragán y cachondo, cómico y crítico, ha hecho la crónica cachonda del cachondeo franquista, que era un cachondeo bajo palio. Camilo José Cela, aparte algunos libros patéticos (los primeros), ha manuscrito, como antes Valle (y seguramente también con una sola mano, que la otra la suele tener rascándose donde le pica), todo el cachondeo de curas, tontos de pueblo, barberos de camino, barbianes de Atocha y fotógrafos del Retiro.

El cachondeo, que no hay que confundir para nada con el costumbrismo (el costumbrismo, cuando se queda en eso, es aplaciente y de derechas), supone una visión sesgada, desgarrada, oblicua e irónica de los poderes, los honores y las honras en la vida española. Frente a Menéndez-Pelayo y Sánchez-Albornoz, que cantan y cuentan, y sobre todo se inventan, una España clara y clarisa, don Américo Castro era el historiador cachondo que le mete cachondeo, verdad y documento, que le mete falta de respeto (incluso en el estilo) al gran binomio nacional del honor y la honra, explicándonos -él, tan antimarxista- lo que bajo esos conceptos abultados hay de materialismo histórico, de interés, explotación y clasismo.

Fernando Fernán-Gómez, primero, segundo o tercero de los cachondos nacionales contemporáneos, ha hecho, como los otros, del cachondeo una obra de arte, ha elevado el cachondeo a la categoría de barroquismo estético, de estética barroquizante, y anoche ha estrenado casi como suya una obra de Rojas Zorrilla que es la crítica y burla del honor y la honra que todavía atormentan a los ultraespañoles y a Fidel Carazo, y mete en un vodevil del XVII- una chica de Serrano (Maite Blasco) que habla con el esnobismo nasal del barrio, y al burlador eterno de aquella España momentánea le hace decir «Nos vernos».

Fernando escribe una comedia del XVII haciéndonos creer que es de un clásico y lleva al estreno (segunda rila de butacas) a su mujer y a su hija (María Dolores Pradera y Elena), y pone en la puerta a su musa joven para que vigile la cosa de las entradas. Grandes cachondos que conviven con una muñeca de goma, se meten vestidos en las fuentes públicas para desalmidonarse del franquismo ambiental o reescriben nuestro teatro clásico para que la florista del María Guerrero le ponga un clavel en el ojal al difunto. Gracias a vosotros, mis grandes y queridos cachondos, fuimos menos desgraciados.

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