Don Marcelo y la Iglesia
La desgraciada intervención de monseñor González frente al tema de la Constitución suscitó en su día una cierta polémica. Desde una óptica política -creo que fue Onega en la SER- se le acusó de abusar «del privilegio del púlpito», lo que me parece excesivo, si, efectivamente, la óptica era política y no religiosa, como parecía desprenderse del tono de Onega. Desde una óptica política, el púlpito ya no puede ser mirado como un privilegio sino como un hecho. Desde otra óptica -¿intimista quizá?- Octavi Fullat, probablemente enredado en la trampa de su propia brillantez, tradujo en El Correo Catalán la intervención de monseñor González en términos de Antígona (de conciencia frente al poder), lo que me parece aún más,excesivo, a la vista del concreto contexto creóntico de los hechos. Y, en fin, desde una óptica religiosa comprometida con lo político, Comín, con su cálida lucidez de siempre, le ha reprochado a monseñor González, también desde El Correo, su «golpe de mano» ideológico, lo que me ha parecido acertado en este contexto político concreto.
El recuento podría ser más numeroso. Pero éste me basta como ejemplo. En definitiva, esa polémica constitucional ha terminado felizmente con la Constitución, y de ello me alegro. ¿Por qué resucitarla entonces?, y más concretamente, ¿por qué resucitarla ahora, precisamente ahora, cuando el fragor del debate constitucional parece haberse acabado? Pues justamente por eso, porque ahora es cuando considero importante el análisis de lo que el gesto de monseñor González eclesialmente significa, más allá de su oportunismo -o inoportunismo- político del momento.
Desde una óptica política yo no tengo nada contra la posición de monseñor González. No la comparto desde luego. Pero si hago precisión de mi condición de creyente, tan digno me resulta en una democracia el no de monseñor González como el de la ultraizquierda. En un contexto político democrático -en el que, por lo visto, nos cuesta entrar- si el sí y el no son legítimos, lo son en sí mismos, al margen de que vengan de la derecha o de la izquierda.
Donde la posición de monseñor Marcelo me choca frontalmente es en mi condición de creyente. Y, eso es justamente lo que me incita a resucitar ahora el viejo debate de hace unos días en términos diferentes, directamente referidos a una Iglesia, en la que monseñor González ocupa la posición de obispo. Porque ese es el problema.
Yo creo en la Iglesia como comunidad de fe que afirma que Jesús está vivo a pesar de haber muerto. Pero no soy tan simple como para pensar que ese hecho no tiene nada que ver con esta realidad encarnada de la Iglesia, una de cuyas expresiones concretas (todo lo relativa que se quiera, pero expresión concreta) son los obispos. Pero precisamente por eso pienso que los creyentes podemos y debemos pedir responsabilidades a los obispos por sus actos públicos en momentos concretos, tal como lo hizo, por ejemplo, Pablo con Pedro. Porque monseñor González nos ha producido a muchos creyentes una inútil y estéril vergüenza, al dar a entender en público, y muy poco equívocamente por cierto, que el Dios en el que creemos los cristianos quiere aparecer con su nombre en la Constitución, a cristazo limpio, como diría Unamuno. Desde una perspectiva puramente creyente, eso sí que me parece un abuso, si se es obispo. Si monseñor González pretende -y tiene razón para pretenderlo- que le respetemos en la Iglesia como obispo que es, debería reflexionar que previamente tiene que hacerse respetar, respetando él a su vez a tanto creyente que ha sufrido silenciosamente en su carne de fe, durante tanto tiempo, aquella otra ley Constitucional, la de los Principios del Movimiento, que llegó a definir, como si fuera un concilio ecuménico, que la Iglesia católica era la única fe verdadera, imponiéndose así a los no-creyentes por real decreto -con el beneplácito, por lo visto, de monseñor González- Los que ya creíamos al fin legitimado socialmente nuestro derecho a compartir con todos nuestro «lugar al sol»,siendo creyentes, hemos tenido estos días que aguantar, en la televisión del referéndum, las afirmaciones de Dios, no como el canto gozoso de un credo, sino como una plataforma electoral para conseguir un sí, que encuentra su legitimación en la política. Y esa vergüenza -y que me perdone monseñor González la claridad del lenguaje- a él se la debemos. Pero hay aún otra cosa. El proceso de reorganización conciliar de la Iglesia hace ya tiempo que inventó -supongo que positivamente- las conferencias episcopales, que daban un nuevo sentido, operativo y moderno, a eso que monseñor González llamará, sin duda, y con respeto el magisterio de la Iglesia. Pues bien, monseñor González con su intervención ha roto -no la disciplina, que a mí eso me preocupa poco, por no decir nada-, sino la credibilidad de instituciones con las que él está radicalmente res ponsabilizado como obispo, más responsabilizado que yo en todo caso. Que no se lleve, pues, a en gaño. Si un día monseñor González se encuentra con que los obispos ya no son escuchados en la Iglesia (en la Iglesia, repito, no en la sociedad política), que no se queje entonces. A él se deberá esa situación que no será agradable para esa Iglesia en la que él y yo creemos. Por eso espero que me comprenda, si me atrevo a terminar con un consejo. Si monseñor González se cree un objetor de conciencia, lo mejor que podría hacer es dimitir como obispo. El se quedará en paz con su conciencia y nosotros con la nuestra. Muchos tuvieron en esta Iglesia que coger ese camino, impulsados por monseñor González. Ahora, que lleve él, hasta el fondo, sus propias consecuencias.
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