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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El rescate del Estado

No me parece, por descontado, impensable que, a partir de experiencias ignoradas aún, la tentadora utopía de la sociedad autogestionada o directamente regida desde su misma base por los núcleos que la componen -justificación y meta de las esperanzas libertarias- llegue a cuajar algún día en un cuerpo de doctrina coherente, bien cimentado y aplicable a la ordenación práctica de la vida colectiva. Pero, mientras tanto, no veo cómo se puede escapar, dentro del ruedo histórico y económico en que lidiamos, a la necesidad de mantener en servicio y a punto esa máquina o, mejor dicho, ese dispositivo de mediación a través del cual la sociedad se objetiva y se determina globalmente en sus opciones de índole general, que recibe el nombre de Estado. Y no sólo porque constituye un órgano de coordinación y gestión irreemplazable por ahora en la civilización industrial. También, y sobre todo, porque, en su versión contemporánea, y pese a las objeciones y críticas, con frecuencia atinadas, que se le hacen, el Estado es -y presumiblemente seguirá siendo a lo largo de las próximas etapas- el soporte indispensable de la libertad; su soporte y su escudo más sólido frente a los poderes de distinto signo que la amenazan desde dentro y desde fuera de cada comunidad.Nuevos ámbitos de libertad

Recuerde, quien lo dude, que, según ha ido configurándose, el Estado nacido de la sociedad moderna ha ido acotando y protegiendo nuevos ámbitos para el ejercicio de la libertad. Y entre los muchos datos que a modo de contraprueba cabe aducir, repare con particular atención en el hecho de que toda autocracia, toda dictadura, ha de secuestrar al Estado para implantarse y ha de degradarlo para afirmarse. Pues creo que este fenómeno, aunque sea por desdicha harto conocido, merece todavía alguna reflexión. En torno a él y a sus secuelas van a girar, en cualquier caso, las consideraciones que me propongo hacer aquí.

Para poder desplegar sin trabas su radical subjetivismo y su no menos radical voluntarismo, la autocracia tiene que cortar, como primera providencia, el proceso de mediación entre la sociedad y el Estado, interponiéndose y abriendo por la fuerza una sima entre ambos. Tiene que empezar, en otras palabras, por romper el nexo medular en que se sustentaba el dispositivo de mediación para poder adueñarse luego de su parte instrumental y poder convertirla, desvertebrada ya, en un dócil aparato de dominación y control, que continuará llamándose Estado por imperativo semántico, aunque haya perdido la más esencial de las propiedades que le conferían el carácter de tal.

Así, el escudo protector se vuelve espada contra la libertad. Pero no es esta la única forma de degradación que la autocracia impone al Estado. Porque, además de dominar, la autocracia, igual que los otros sistemas de gobierno, ha de administrar también. Ha de hacerlo tratando de dar, para legitimarse, una impresión de eficacia a toda costa, sin más término de referencia que una colectividad pasiva y opaca, sin más brújula, en última instancia, que su propia inspiración y la que le prestan los grupos de presión o de intereses. Y los métodos que la autocracia emplea para lograrlo -el arbitrismo y el pragmatismo expeditivo, el ordenancismo y el feudalismo jurisdiccional, la prima a la fidelidad sobre la aptitud, y un ancho etcétera- desajustan la máquina estatal, deterioran sus resortes y rebajan a niveles ínfimos su capacidad de operar.

Cabe sostener, por consiguiente, que, en vez de construir Estado, como suele proclamar, la autocracia lo destruye en su esencia y en sus mecanismos. Lo cual no es, meramente, una consecuencia inevitable del encadenamiento dinámico que arriba he intentado reflejar; es, al mismo tiempo, el resultado de una táctica. Pues incluso en su versión instrumental, el Estado -objetivación y norma, al fin- representa una limitación, que la autocracia, lejos de potenciar, cuida mucho de reducir, en cada momento, a las proporciones que puede tolerar. El ejemplo lo tenemos bien cerca los españoles. En sus cuarenta años de omnipotencia el franquismo, tan empeñado en afianzar la precaria legalidad definida por las leyes fundamentales, las Cortes orgánicas y el sindicato vertical, se abstuvo, en cambio, con el mismo tesón de organizar en serio el Estado. Lógica elemental. En rigor, a la autocracia no le hace falta el Estado; le basta con el aparato y la decoración. Pero este es un lujo que ninguna democracia se puede permitir. Y tampoco la española, naturalmente. De donde se deduce que no tendremos una democracia cabal, mientras no tengamos un Estado de verdad.

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Algunos pensarán, quizá, que para ese viaje sobran las alforjas, ya que, con democracia o sin ella, el Estado, tal como lo conocemos hoy, no es auténtico dispositivo de mediación mas que para los grupos o las clases dominantes, ni soporte de otra cosa más que de la gangrena burocrática. En lo cual no tendrán, desde luego, razón sino en parte. Pero en una parte, por pequeña que parezca, que no se debe desdeñar y menos aún ignorar, pues viene a ser como la señal que nos alerta contra el peligro de recaer en una modalidad de pseudoestado, no muy dispar, en sustancia, del viejo tinglado de la autocracia.

Estado genuino

Cierto que ese peligro está, en principio, virtualmente conjurado. En la Constitución que han aprobado las Cámaras y que hemos votado los españoles tenemos ya, en sus líneas principales, el diseño de un Estado genuino, de un Estado que, por serlo, no guarda, formalmente, ninguna semejanza con el aparato del régimen anterior. Por lo pronto, basta, pues, con pasar sin demasiadas dilaciones de lo virtual a lo efectivo, erigiendo en el marco de una unidad bien articulada las instituciones previstas y las que han de complementarlas; si, además, se restauran las de gobierno local y se remodela paralelamente la Administración pública en sus distintas esferas, se habrá hecho casi todo lo necesario para impedir que pervivan o rebroten, enmascarados, los vicios de la autocracia. Aunque faltará todavía un casi.

Faltará todavía algo que, en una o en otra medida, también falta, sin duda, hasta en los sistemas democráticos más evolucionados de Occidente, puesto que en ninguno de ellos se ha alcanzado aún, en la organización del Estado, la neutralidad y la transparencia suficientes para eliminar todo residuo de ventaja o prepotencia ilícita en el juego de la mediación, ni se ha frenado por entero la hipertrofia burocrática. Con una importante diferencia a nuestro favor, sin embargo: precisamente porque nos hallamos tan sólo en el arranque del camino está en nuestras manos la posibilidad,si no de eludir lo que otros más avanzados no han conseguido superar aún, sí, por lo menos, de evitar ahora aquellas malformaciones iniciales que, unidas a la inercia o la rutina, más podrían estorbar después para corregir o compensar esas deficiencias.

Ordenamiento formal de las instituciones

Es una posibilidad que tiene, obviamente, que plasmarse primero en el ordenamiento formal de las instituciones y de la Administración. Pero se tornaría ilusoria, de no ir más allá. Para que el Estado pueda ofrecer, en el máximo grado alcanzable, transparencia y neutralidad como dispositivo de mediación, o permeabilidad y eficacia como órgano de coordinación y gestión, han de desaparecer, de su entramado físico, tanto las taifas y los recovecos jurisdiccionales como las conexiones ambiguas, y de sus procedimientos, la manera críptica, las reduplicaciones y los trámites rituales; o dicho a la inversa, se le ha de dar una estructura diáfana y racional en su trazado, expedita en todos sus canales, simple y ágil en sus mecanismos, comprensible y funcional de arriba abajo. Y esto requiere una suma de iniciativas y disposiciones muy concretas, que rebasan con creces el campo de lo puramente formal.

La empresa, difícil por supuesto, es, sin embargo, factible y, ante todo, obligada para rescatar definitivamente al Estado. Hay que acometerla, por consiguiente, con decisión y presteza. De lo contrario, la Constitución y las instituciones serán como muros de piedra asentados sobre arena, y nuestra democracia más entelequia que realidad.

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