El Sistema Monetario Europeo
LA CREACIÓN del Sistema Monetario Europeo (SME), acordada en principio en Bruselas, aun con la salvedad -más política que técnica- de los británicos, constituye un importante paso hacia la unidad europea. Por encima de escepticismos y recelos, lo cierto es que los nueve jefes de Estado o de Gobierno reunidos en la capital comunitaria han realizado un importante esfuerzo, cara a la consecución de la vieja idea plasmada en el Tratado de Roma, suscrito todavía con el recuerdo vivo de la segunda guerra mundial. Pero si el paso dado en Bruselas es -como el del pasado verano en Bremen- muy importante, no lo va a ser menos el período de puesta en marcha del nuevo sistema a partir del 1 de enero de 1979.Los dirigentes de los países que integran la Comunidad Económica Europea han resucitado, bajo el impulso del eje Bonn-París, la vieja idea de la unificación monetaria, superando incluso sus primitivas coordenadas. Porque lo pactado ahora no sólo conlleva una serie de implicaciones de las políticas cambiarias de los respectivos países de la Comunidad, sino que se adentra en un ambicioso proyecto de largo alcance, en pos de la creación de un auténtico Fondo Monetario Europeo, mediante la aportación de un importante volumen de recursos nacionales a la idea común, con una profesión de fe en la solidaridad, única vía por la que el SME puede llegar a consolidarse.
Para que el esquema unitario deseado funcione -evitando quedar en el puro enunciado de intentos precedentes-, los países implicados no pueden más que entrar en una auténtica y progresiva coordinación de sus políticas monetaria, presupuestaria e incluso industrial.
Para que la zona de estabilidad monetaria se alcance, se hace necesario lograr una cohesión interna de las divisas implicadas en el sistema, de modo que dejen de persistir los actuales desequilibrios, que sólo provocarían una permanente sangría de los recursos aportados al fondo común como base del sistema. Ahora bien, a nadie escapa que esa cohesión interna, o en su defecto el desequilibrio actual, vienen directamente generados por los profundos desequilibrios zonales existentes en el seno de la CEE. Las diferencias de toda índole entre la zona más industrializada de la República Federal de Alemania y el sur de Italia son tan claras que sólo una transferencia de recursos bajo criterios de generosa solidaridad podrá potenciar un reequilibrio que, en definitiva, permita una auténtica estabilidad en el seno del nuevo sistema. Pero todavía hay más. Los actuales desequilibrios tenderán irremediablemente a acentuarse en el inmediato futuro, a menos que se provean los mecanismos de transferencia necesarios, teniendo en cuenta el irreversible proceso de ampliación de la Comunidad. Si el ejemplo expuesto es ilustrativo, baste imaginar el grado de diferenciación entre la misma zona de Alemania y las comarcas portuguesas del Alentejo. No en vano, los reunidos en torno a la cumbre de Bruselas han dedicado buena parte de sus debates a este complejo tema, una vez definidos los criterios de fundamentación técnica del SME.
Tampoco es ajeno al tema de los desequilibrios el planteamiento del «comité de notables», propuesto por Giscard para estudiar los aspectos técnicos e institucionales derivados de la ampliación de los actuales «nueve» a «doce». Es cierto que para el presidente francés la aprobación de la propuesta viene como consecuencia de su apoyo a las tesis monetarias de Sclimidt -la unidad monetaria favorece sobre todo al marco-, pero no hay que olvidar la sensibilización dé los reunidos frente al tema. Así, eljefe del Estado francés regresa a París con un importante bagage político que enfrentar a las tesis cada día más nacionalistas del líder comunista Marchais, uno de sus principales oponentes políticos. En cualquier caso, la idea del «comité de notables» debe ser contemplada con cierta reserva por el momento. No en vano su alwnbramiento cuenta con los recelos de la Comisión Europea, que se proclama autosuficiente para controlar el proceso negociador con los tres candidatos e insiste, por medio de su titular, Roy Jenkins, en que cualquier organismo paralelo -y el comité lo es- no deberá ser pretexto para retrasar el proceso de integración. El comité es, por tanto, un triunfo político de Giscard, pero habrá que aguardar con prudencia el mandato concreto que reciba para conocer su verdadero alcance.
En realidad, esta última cumbre europea de 1978 no ha sido más que el habitual reparto, en el que cada uno procura obtener el máximo de lo. que se le ofrece. James Callaghan, con su negativa a integrar el SME con todas sus consecuencias, no hace más que desarrollar un montaje político, derivado de la creciente presencia de los anticomunitarios en Inglaterra y planteado de cara a una próxima convocatoria electoral. El líder laborista no ignora que un amplio espectro social de su país achaca la penuria económica de las islas a la entrada en la CEE. Callaghan no está dispuesto a ceder tan importante parcela del electorado a su rival, la señora Thatcher. Su postura de recelo, entrando sin entrar, le es útil electoralmente y no contradice los deseos de los grandes financieros de la City londinense, partidarios de integrar el nuevo sistema a sabiendas de quequedar al margen supondría concentrar en la libra esterlina todas las presiones de las divisas fuertes de Europa y en especial las del marco alemán. Probablemente, los dirigentes comunitarios han consentido la privilegiada posición británica de permanecer «en reserva», ante el riesgo de verse enzarzados en un proceso de xenofobia desatada en el Reino Unido.
La peculiar postura italiana tampoco carece de motivaciones de índole estrictamente interna. Andreotti ha sido en Bruselas menos entusiasta que en Bremen. En ello habrá influido, probablemente, la posición exteriorizada a última hora por Enrico Berlinguer, líder del Partido Comunista italiano, con quien el primer ministro mantiene un delicado pacto de equilibrio político. Andreotti ha logrado en Bruselas dos cosas: la de antemano resuelta «tolerancia» de fluctuación del 6% para la lira, y un mayor compromiso de ayuda colectiva para la economía italiana, por la doble vía de transferencias de recursos y la concurrencia al crédito comunitario.
Queda, como incógnita inmediata, medir la respuesta de Estados Unidos y las repercusiones que el acuerdo pueda tener en el dólar. En su valoración, acaso convenga escapar de dramatizaciones y presentar el acuerdo de Bruselas como un mecanismo de autodefensa, para evitar que la eterna solución de los problemas estadounidenses sea la exportación de dificultades hacia las restantes economías occidentales, que, cuando menos por ahora, «se ven perpetuamente incididas por la economía norteamericana de modo tan sistemático como irremediable».
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