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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La Iglesia ante la Constitución

EN SU declaración sobre la Constitución, el episcopado español no dejó de señalar aquellos aspectos que a sus ojos eran rechazables o no podían admitirse sin reservas, pero estimó que, globalmente, la Constitución era aceptable, susceptible de ser votada por los católicos de manera positiva, aunque, naturalmente, dejaba en libertad a cada uno para que obrara en conciencia. Es exactamente lo que puede y debe hacer una Iglesia ante una opción política.Pero ¿acaso no se presentan las cosas de tal manera que hacen precisa una nueva palabra de esa Iglesia, una neta toma de posición no tanto sobre la Constitución como sobre el hecho constitucional? Es decir, ¿acaso no puede y no debe pedirse a la Iglesia aquí y ahora que, dejando de lado por el momento el problema de un texto determinado y, sin renunciar para nada a la crítica y matización del mismo y ni siquiera a la lucha contra determinados. aspectos de él, se pronuncie sobre el hecho constitucional o sea sobre la bondad fundamental de que haya Constitución y de que la convivencia de los españoles se organice según un régimen democrático garante de las libertades formales y de los derechos humanos? Probablemente sí puede y debe pedirse a esa Iglesia -que, por otra parte, nos llega expresamente reconocida en el texto constitucional- una palabra en este sentido.

De hecho, la Iglesia, con su repetido apoyo a los derechos humanos y su cada día creciente oposición, a los regímenes totalitarios de cualquier color -y la personalidad misma del papa Juan Pablo II es un paradigma vivo en esta postura-, ya indica claramente su opción por un régimen de libertades políticas, es decir, por la democracia y el hecho constitucional, así que una declaración en este sentido podría considerarse reiterativa e innecesaria. Pero la necesidad de explicitar esa postura nos parece, por el contrario, perentoria. Por varias razones.

La primera de éstas es que nunca se ilustrará lo suficientemente las conciencias de unos cristianos como los españoles, confusos y sorprendidos en gran parte anve encontradas polémicas, valoraciones del texto constitucional e incluso del hecho constitucional y del régimen democrático mismo, y que, sobre todo, en las viejas generaciones, sufren el handicap de penosas experiencias históricas. Una actitud neta y positiva de la Iglesia en este preciso momento histórico a favor del hecho constitucional equivaldría, sin duda, a la postura adoptada por León XIII ante el régimen republicano en Francia, cuando tantos católicos eran todavía reluctantes a aceptar la democracia, pensando que era incompatible con su fe y su ética cristiana. El Pontífice no dudó en efectuar un acercamiento o ralliement, a ese régimen con tal de que los católicos echasen a andar también por la senda de la modernidad y aunque ese ralliement no significara, evidentemente, unacanonización y ni siquiera un opción preferida por el régimen republicano. Simplemente, ocurría que allí y entonces modernidad y democracia se presentaron históricamente juntos con la República, y la Iglesia no vaciló en hacer la opción moral necesaria para levantar toda hipoteca y obstáculo entre democracia y catolicismo. Y nadie puede dudar que si Francia logró consolidar su democracia pacíficamente, lo hizo en gran Medida gracias a ese gesto de León XIII. Mutatis mutandis, exactamente ésta es ahora nuestra situación: la Iglesia no tiene por qué pronunciarse abiertamente por el texto constitucional y ser garante de él ni bendecirlo, pero sí debiera pronunciarse por el hecho de qué haya Constitución y también porque, entre nosotros, se levante para siempre todo malentendido y enfrentamiento entre, democracia y catolicismo.

En segundo lugar, la Iglesia española, que se ha felicitado de que esta Constitución ha sido hecha con espíritu de superación de las viejas contiendas y enfrentamientos históricos, no puede dejar de subrayar su apoyo inequívoco a este tournant histórico como factor de unidad entre todos los españoles, y, en último término, debe subrayar,su reiterada voluntad de no querer una libertad separada de la libertad de los demás ciudadanos ni un lugar de privilegioy alejar la más leve sospecha de añoranza de otras situaciones, arrebatando definitivamente toda sombra de razón de los que todavía eventualmente podrían sospechar.

Que quede, pues, claro: nadie pide a la Iglesia que se convierta en gestora o promotora del «sí» a un texto constitucional para el que, sin embargo, no ha encontrado globalmente razones de rechazo, ni se trata de pedirle que anatematice los «noes», porque eso sería hacerla bajar a la arena política. Se trata, simplemente, de solicitarle ahora un juicio exclusivamente ético sobre una opción histórica de un pueblo entero: unjuicio sobre la forma de convivencia que nosólo no se opone a los centrales valores cristianos, sinoque mejor, o de menor defectuosa manera, los encarna: la democracia (al fin y al cabo traducción laica de un ideal cristiano) o el autoritarismo, una situación de régimen participativo del pueblo entero o un régimen personal, la superación de nuestros enfrentamientos históricos en torno a una carta fundamental de convivencia o la permanencia del hecho divisorio entre hermanos, una sana laicidad del Estado o un confesiona lísmo que en épocas de cristiandad fue, sin duda, un ideal, pero que en nuestro mundo moderno bien puede no ser otra cosa que una pura instrumentalización política de la Iglesia y de la misma fe cristiana. Y que cada católico vote luego libremente, pero que no pueda decir que sú Iglesia no fue lo suficientemente explícita ante una opción ética en un momento histórico de absoluta trascendencia para nuestro presente y nuestro porvenir. Que no haya duda alguna sobre el ralliement de la Iglesia española al hecho constitucional y democrático, aunque la aceptación de ese hecho coincida con la aceptación del texto constitucional propuesto, ante el que se puede guardar, desde luego, las reservas que se estimen en conciencia. La historia nunca ofrece opciones puras.

Ese ralliement, exactamente como el de León XIII, repitámoslo, es imprescindible Para nuestra convivencia, el único que puede tranquilizar y pacificar las conciencias. Y el único también que puede ayudar incluso a los no católicos a hacer una opción seria por la modernidad democrática y la convivencia civil y a ver en la Iglesia la alta instancia moral que nuestro mundo y, concretamente, nuestro pueblo necesitan ver.

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