¿Impuesto eclesiástico o veintisiete mil púlpitos incontrolados?
Aunque parezca mentira, pero así lo oyeron estos oídos, que se ha de comer la tierra, cuando desde Casablanca escuchaba las noticias de Radio Nacional que a través de Sevilla se dejan oír perfectamente por aquellas tierras marroquíes. Se trataba del problema espinoso de la financiación de la Iglesia española. En una entrevista al director general de Asuntos Religiosos, señor Zulueta, éste, acérrimo defensor del «modelo alemán» (impuesto para las iglesias o asistencia pública recaudado por el Estado), llegó a afirmar que durante las conversaciones entre el Gobierno y el Vaticano, algún miembro de la diplomacia de este último le dijo literalmente: « Piensen ustedes que en España hay 27.000 púlpitos. ¿Qué sería de ellos ni no estuvieran, de alguna manera, controlados por el compromiso económico?»Y a fe que el «vaticano» llevaba razón. No podría decir quién fue el autor concreto de la frase; pero sí puedo afirmar que el elemento demócrata-cristiano, asentado en el interior de la Santa Sede y que regía el después cardenal Benelli, pensaba más o menos de esta manera; de modo que la verosimilitud de la frase es máxima.No creo que hoy, con el papa Wojtyla a la cabeza, las cosas van a ser tan fáciles para el sector de la política española que bebe los vientos por apoderarse del marchamo demócrata-cristiano. Juan Pablo II se ha rebelado, desde el primer día, contra el poder temporal de la Iglesia, aunque él bien sabe que no podrá desmontar un tinglado de siglos con la varita mágica, ni siquiera «made in Polonia»; pero espera pacientemente ir llevando las cosas por otros cauces completamente diversos.
Pero vamos a nuestro caso concreto. Vuelvo a insistir en la peligrosidad del «modelo alemán»: o sea, se crearía un impuesto para todos los ciudadanos, cuyo importe sería destinado a las respectivas iglesias, de las que cada uno se manifestase miembro; y, caso de no pertenecer a ninguna, a obras asistenciales del Estado. ¿Por qué los católicos no debemos estar de acuerdo con este modelo?
1. En primer lugar, porque la Iglesia misma no nos ha consultado: no se trata de una cuestión de fe o de costumbres (en las que también una consulta al pueblo fiel no vendría nada mal), sino de algo muy «temporal», que afecta a los bolsillos de los propios ciudadanos. ¿Por qué un vértice oligárquico se arroga la representatividad de la economía de este amplio sector del país? Por más que leo el Evangelio, las Epístolas de San Pablo, los Santos Padres y hasta el mismísimo Concilio de Trento, no encuentro ningún apoyo a esta actitud del vértice eclesial. Más bien, me salen a borbotones buenas razones evangélicas y teológicas para lo contrario.
2. En el caso de que se produjera esta injerencia del vértice eclesial (que en este caso no tiene nada que ver con la sucesión apostólica), entonces los católicos nos veríamos obligados, en nombre del Evangelio y de nuestra fidelidad a la misma Iglesia católica, a ser objetores de conciencia, o sea: a no pagar este impuesto. Y para que no se diga, habrá que mandar simultáneamente el importe aproximado del impuesto a la autoridad eclesiástica respectiva, por ejemplo, al obispo, por medio, digamos, de un giro postal con resguardo, para con ello demostrar que no se trata de evadir nuestras responsabilidades en la financiación de nuestra Iglesia. Lógicamente habría que estar dispuestos a las consecuencias de esta postura: el Gobierno, que al fin y al cabo es el que decreta el pago del impuesto, impondrá las sanciones correspondientes: multa, cárcel, etcétera; situación esta embarazosa para un Estado que se llama democrático, y, por otra parte, estimulante para la Iglesia, que así podrá no caer en una tentación neoconstantiniana mucho más peligrosa que la del tiempo del franquismo, porque aquélla era demasiado descarada y, además, tenía algunas razones históricas: persecución anterior, matanzas de curas y obispos, quemas de iglesias, cosas todas que hacían psicológicamente comprensible la reacción de una Iglesia acorralada, más o menos justa o injustamente. No se olvide que en la guerra civil los «nacionales» se prestaron a protegerla, y la propia Santa Sede apoyaba esta situación, como fue el caso de Pío XI en su encíclica «Divini Redemptoris» (donde alababa la lucha de los nacionales contra el comunismo ateo) y del propio Pío XII, que estrechó relaciones con el Gobierno vencedor.
Una Iglesia católica "reducida al estado laical"
Aunque parezca un poco paradójico, esto es lo que debería pasar: que la Iglesia católica en España fuera equiparada al resto de las instituciones «civiles» que existen a lo largo y a lo ancho de nuestra piel de toro. Eso sí: ni más, pero también ni menos. Y me explico.
En el aspecto económico se trata de hecho de un contencioso histórico: así han pasado las cosas, y ahora nos encontramos con un personal que ha trabajado en el interior de este tinglado, llamado «Iglesia católica», que no puede buscar otros puestos de trabajo, que necesita pensiones, etcétera. Y no se trata solamente de curas: hay mucho laico que trabaja en oficinas de la Iglesia, en la custodia y conservación del patrimonio artístico religioso, en la ayuda material del culto, etcétera. Son honestos padres de familia, que se han colocado ahí, como podrían haberlo hecho en un banco o en una sociedad de seguros. ¿Qué hacer con estos es pañoles? El ideal apuntado sería este: la Iglesia pediría una tregua hasta 1981; durante este tiempo el Gobierno entrega a la Iglesia la cantidad conveniente (como han sido los 6.000 millones de pesetas últimos), para que ella los distribuya según su criterio. Mientras tanto, la Iglesia se va preparando para un sistema de autofinanciación, que, pudiera estar preparado para esa fecha.
Vamos ahora a suponer que la Iglesia ha encontrado ya la salida a su problema económico y que, en cuanto tal Iglesia, sólo depende de sus propios fieles. Desde este momento podremos hacer de ella otra consideración, o sea, como si ya estuviera «reducida al estado laical». Se trataría de una institución, como tantas otras, que aporta al bien común una serie de valores, como serían los referentes al patrimonio artístico y a la asistencia social. Entonces la Iglesia, como cualquier otra entidad (v. g.: una simple asociación de vecinos), tendría que concordar con los organismos competentes del Estado las ayudas que necesita para esto.
Con respecto al patrimonio artístico, hemos de reconocer sin duda que la Iglesia ha cometido descuidos imperdonables; pero, al mismo tiempo, es quizá la institución española que menos ha pecado a este respecto; y ello explica que, a pesar de todo, nuestro patrimonio artístico español sea, en su gran mayoría, de inspiración religiosa y esté custodiado en nuestras iglesias. Para un futuro próximo cabría considerar que una entrega total de este patrimonio a Bellas Artes, por ejemplo, implicaría un desembolso muy superior al que ahora se emplea para su conservación. Quiero decir que la Iglesia, con mucho menos dinero, tiene a punto sus tesoros artísticos, quizá por el cariño que su simbolismo inspira en los mismos fieles. Por eso, un acuerdo entre la Iglesia y Bellas Artes a este respecto aligeraría mucho las arcas de esta última y ayudaría a la Iglesia a mantener con más decoro sus propios monumentos. Pero en todo caso nos encontramos entre dos instituciones completamente «laicales»: la que posee el patrimonio artístico (el que sea una «iglesia» es secundario) y el organismo competente del Estado.
En una palabra: los católicos protestamos enérgicamente, en nombre de la democracia civil, por una parte, y en nombre del Evangelio, por otra, de que este asunto de la financiación de la Iglesia española se cueza solamente entre los «notables» del poder temporal y del vértice eclesiástico. Hace falta un referéndum en toda regla. En caso contrario, con todo el respeto, muchos católicos españoles mantendremos firmemente nuestra objeción de conciencia e iniciaremos una batalla que, ciertamente, nos cuesta mucho, pero que creemos imprescindible, tanto para consolidar la democracia como para evitar que la Iglesia vuelva a tropezar en la misma piedra.
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