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Tribuna
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La política y la oratoria

Hay dos retóricas: la finisecular y la actual. La primera es de amplio gesto, de imponente ademán, de párrafo largo y epíteto sonoro. Es la oración que parece concluir y no remata nunca. Es el treno barroco, la exclamación patética, el grito desaforado.La segunda, más escueta y más rigurosa, emplea un lenguaje profesoral, aburrido y pedante, mantiene una cierta sobriedad, no alza la voz y frena los excesos mediante citas o excursiones históricas. Su exceso consiste en aparentar no tenerlo. Y su barroquismo se esconde en la monotonía.

Dos maneras de hablar distintas. Un único objetivo: escapar a las dificultades reales. Rehuirlas. La teatralidad es opuesta, pero el quiebro es el mismo. Con una diferencia: que la gente pica con más facilidad en la retórica actual. La considera «más seria» y, por eso, le da su voto de confianza. Y, sin embargo, nada le impide al tribuno moderno aplastar los problemas, literalmente hacerlos trizas al pasar sobre ellos la apisonadora de cualquier dogmatismo disfrazado de respeto a la objetividad. Porque nuestro orador ignora el matiz. Mas resulta que ahí, en eso, en el matiz, es dónde se esconde el núcleo último de las realidades problemáticas, de las realidades conflictivas, su contenido esencial.

La retórica de nuestros días, sin desmesurar el gesto, sin poner los ojos en blanco y sin dramatizar las palabras -ésa es su trampa- es capaz de matar in nuce cualquier lucha política. ¿Por qué? Pues porque no se buscan las realidades que están ante los ojos. Las realidades verdaderas, las realidades reales. Lo que se busca son las palabras más o menos trascendentes que puedan cubrir y maquillar esas realidades. Escuchar a un orador de nuestro tiempo equivale a asistir a una curiosa operación prestidigitadora merced a la cual lo concreto desaparece y, en su lugar, se nos muestra una serie de frases serias sin contenido, y más o menos bien hilvanadas (Con demasiada frecuencia mal hilvanadas.) Entonces, los problemas se esfuman, se cuelan a través de unas mallas excesivamente generosas. La retórica de hoy no pesca nada. Y el desasosiego que experimentamos ante tal espectáculo es la huella de una negatividad que pudo no serlo, la huella de un hueco que no cobija cosa alguna.

Lo problemático es, siempre, aquello que ofrece más de una cara y, por ende, más de una resistencia. Para entrar, para perforar en su verdadera entraña, cumple ejecutar maniobras diversas, esto es, adoptar posiciones de ataque diferentes. Cada una de ellas equivale a un nuevo punto de vista. Y cada punto de vista, a una inédita valoración. Cuando se lleva a cabo esta ofensiva, los problemas cobran profundidad, tercera dimensión, hondura. En política no hay problemas planos, ni superficies lisas. Hay, por el contrario, rugosidades, recovecos, simas, y también esplendores que, indefectiblemente, surgen del merodeo táctico y la escaramuza pluridimensional.

La sabiduría política se alcanza cuando, después de hablar con sencillez y hondura, el silencio se torna necesario. Cuando el silencio es oportuno, pues sólo del silencio nace la decisión. Pero entendámonos. No del silencio obtuso y cerril -que largamente hemos padecido- sino del silencio que es como una recapitulación -o un ejercicio de paciencia- después del asedio intelectual a lo problemático. Hay un callar que es tozudez y un callar que es respeto. El que reconoce la almendra difícil que guarda en su interior cualquier circunstancia existencial por sencilla que parezca.

Por eso hablar de verdad, sin retórica alguna, puede suponer, de hecho supone, una forma muy sutil de preparar el silencio una vez que las palabras -que no la oratoria- han cumplido su oficio comunicador.

Pero el orador de nuestros días, tan mesurado y tan circunspecto, no por eso acaba de cerrar la boca. Una y otra vez vuelve a la carga para proferir ristras de vocablos, inacabables ristras de vocablos solemnes y ambiguos. Unas veces con seriedad risible. Otras, con ligereza no menos risible. De ahí la tendencia en determinados políticos a operar cada vez con más ahínco sobre vocablos y no sobre realidades. Estamos a punto de caer en una tremenda logomaquia y conviene advertirlo porque el sujeto hispánico ama las logomaquias. Siente por ellas una irrefrenable afición, una pasión incoercible. Somos atrozmente retóricos pretendiendo no serlo. Nos inclinamos al regodeo verbal y lo practicamos con infinita delicia. Y si no lo practicamos, admitimos complacidos que los demás lo practiquen. Y hasta lo estimulamos. Asistimos a los torneos de la fecundia como se asiste a la ópera, para escuchar una música a través de un texto que no se entiende.

-Fulano habla muy bien.

-Pero, ¿qué dice?

- i Oh! Nada importante. iPero habla tan bien!

Con esto nos conformamos. No vamos más allá. Y aún peor: no nos interesa ir más allá.

No nos dejemos engañar por las apariencias. Bajo formas profesorales, severas y ciertamente monótonas, sin trágicos gestos, ni vozarrones escalofriantes, el aria oratoria nos acecha y a ella podemos entregarnos.

Ahora comienza un período arduo y delicado de la vida colectiva del país: el de hacer valer, definitivamente, la Constitución. Difícil porque el crédito que asignemos al documento depende de que no haya confusiones. Intelectualmente es menester que los problemas de interpretación aparezcan con claridad y con nitidez. Y para ello necesitamos de la concisión. Necesitamos huir del barroquismo doctrinal y aún del literario. Hay que saber esquematizar. Hay que ajustar nuestras pretensiones -precisamente para hacerlas más exigentes- y encaminarlas hacia sus verdaderas, sus reales fronteras significativas. Para eso, hay que aplastar previamente la retórica moderna. Dicho con otras palabras: hay que acabar con el imperio de la música celestial.

Si yo le temo a los oradores es justamente porque no lo parecen. Y por eso se me antojan un gran peligro. Ellos, con sus salvedades, sus distingos innecesarios y sus tartufescas reservas, pueden desorientar a los que necesitan orientación. Entramos en la fase de la realización. Atrás va a quedar la de la transición. Pero la realización tiene que encauzarse por una vía concisa, ceñida y transparente sí en verdad queremos que resulte fecunda. Si en verdad ha de dinamizar los decires constitucionales. A mí me gustarían y aplaudiría con calor los discursos de no más de un cuarto de hora en los que las palabras fuesen el escueto soporte de las ideas y éstas, a su vez, fuesen verdaderas ideas. O lo que es igual: auténticos asedios a los problemas desde varias perspectivas y sin soluciones sub specie aeternitatis.

La política es un proceso que se desenvuelve en el tiempo, pero en un tiempo muy restringido y muy acotado. Pretender salirse de él es pretender lo imposible. Se ha dicho que la vida es el ahora. Pues bien, la política es el ahora mismo. Este ahora mismo es nuestro tiempo, el que nos pertenece, aquél sobre el que imprimimos nuestra huella personal. Ese y no otro. No respondemos, no podemos responder del que le siga, del que venga después. A todo lo que podemos aspirar es a posibilitarlo dentro de un gran margen de imprecisión. Y nada más. De ahí no pasamos.

La Constitución ha de ser el certificado de ese perentorio ahora. De ese ahora realizado, hecho realidad. Por eso nos urge. Mas si pretendiéramos inmovilizarlo, lo único que conseguiríamos sería petrificarlo, esclerosarlo. Arruinarlo. Acabar con él. Los oradores, los de los serios discursos de aire solemne, los retóricos de nuestro tiempo, pueden ser los grandes responsables de esa posible momificación, tratemos, pues, de agilizar y no de complicar. Enfrentémonos con la realidad, con nuestra realidad. Seamos testimonio en marcha. De lo contrario, no habremos facilitado el juego vital que conduce al porvenir inmediato. Y entonces...

Entonces, las palabras una vez más habrán matado a la política.

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