Zola en tono menor
Georges Franju se dio a conocer hace unos veinte años con un filme sobre la locura: «La cabeza contra el muro», en el que cuestionaba la labor de las actuales casas de salud. Compañero de viaje de la Nueva Ola y a la vez personaje solitario, su cine, partiendo de un realismo muy personal, siempre fue a contrapelo de estilos y modas, fiel a sí mismo, mezclando lo sarcástico y lo bello, lo ideal con lo natural, los sueños artificiales con la búsqueda de caminos nuevos.Entre sus últimas obras, adaptaciones de obras famosas sobre todo, destacan, aun en tono menor, sus versiones dignas e inteligentes de Cocteau, Mauriac o Zona, que en «El pecado del padre Mouret» viene a darnos ahora las más vivas raíces de su autor, aunque no se trate de uno de sus libros más conocidos.
El pecado del padre Mouret
Dirección: Georges Franju. Guión: Georges Franju y Jean Ferry, según la novela de Emilio Zola. Fotografía: Marcel Vradetal. Música: Jean Wiener. Intérpretes: Francis Huster, Gilliam Hills, André Lacombe, Margo Lion. Francia. Dramática. Local de estreno: Gayarre.
Dividida en dos mitades y un epílogo que incluye el desenlace, el público lector quizá recordará al escritor más en la primera, aquella que dibuja muy certeramente al protagonista sus dudas y frustraciones, antes de conocer a Albina encerrada en su mundo de flores y bosques. No es éste el Zola epígono de Flaubert o de Balzac, al menos en sus intenciones, el que soñaba con escribir su Comedia Humana referida a la Francia de Napoleón III, pero sí el otro Zola anticlerical, un tanto elemental en su afán de llevar a la literatura al campo de la ciencia.
Sin embargo, esa misma literatura, su condición de escritor, le salvará a la postre, haciéndole sobrepasar las barreras del tiempo y de los gustos decadentes de la Francia de entonces. Quizá por ello, en este filme, los mejores momentos sean aquellos que retratan la sensualidad de la vida rural, los enfrentamientos entre el ateo Jeanbernat y el brutal Archangias, muy dentro de los dramas del siglo, la pasión de Sergio por la Virgen María y su encuentro con la que al final se convertirá en víctima y amante.
La parte que refiere el amor de los dos jóvenes en el jardín incluye la secuencia mejor de la película: aquella en la que la muchacha cuenta la historia y muerte del palacio en ruinas. Sin embargo, el conjunto se prolonga demasiado, cayendo en cierta monotonía innecesaria.
Entre un naturalismo con raíces en la obra original y un a modo de realismo mágico apoyado no sólo en los protagonistas sino fundamentalmente en el mundo que les rodea dentro y fuera de su encerrado paraíso y de sus sueños, el joven clérigo, enamorado de la Virgen, fruto amargo de una dudosa vocación, llevará adelante su pesada y a la vez liviana carga en su aldea perdida de la vieja Provenza.
Francis, Huster resulta más convincente como clérigo angustiado que como amante satisfecho. Andrés Lacombe compone bien su tipo de Archangias atormentado por su moral estrecha y el recuerdo de Cristo. En cuanto a Gilliam Hills está más cerca a veces de la Ofelia tradicional que de su propio personaje rodeado de flores, pájaros, árboles: una serie de elementos sabiamente dispuestos por el realizador que revelan la escuela documental de sus primeros filmes y su mirada atenta a cualquier tipo de recursos dramáticos.
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