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Reportaje:Los marginados

Tabaco, lotería y camas: los negocios de Antonia Rodríguez

«Ya ni sé la de veces que me han robao estos cabrones; claro que a éste si le cojo le hago picadillo. Veinte mil pesetas de lotería que llevaba en el bolso y el carnet de identidá y uno del bingo.» Pero esta vez el ladrón ha tenido la delicadeza de devolverle el monedero intacto con los carnets y todo; así se lo ha encontrado en el buzón de su casa. Antonia se estira las greñas en un gesto de falsa desesperación muy teatral. Tiene algo más de cuarenta años y está muy acostumbrada a los golpes de buena o mala suerte. En la vida como en el bingo. Admite que está justificada su fama de mujer terrible, de pequeña dictadora de la Gran Vía, pero se niega rotundamente a reconocer que es una mujer dura. «No porque no lo soy. Porque si me piden un favor, lo hago. Ahora que si, por ejemplo, a mí me van a llamar puta , que no lo soy, pues claro, ya se arma el lío. Porque yo lo que digo ,es que a mí me llamen celestina o lo que quieran, pero puta no.»Es famosa en su mundo por la ferocidad que pone en las peleas y también por su amistad con la policía. Antonia Rodríguez Aljarilla limpia o limpiaba -la cosa no está muy clara- por las mañanas en la Dirección General de Seguridad, y asegura muy ufana que de todas las prostitutas de Madrid, que serán unas 12.000, sólo hay cuatrocientas fichadas como tales. «A la reina no le gusta que las piculinas estén en la calle. Pero en algún sitio tendrán que estar, digo yo. Pues mejor en una misma casa, sin salir y con visitas médicas de esas.»

Lleva diez años en una esquina de la Gran Vía vendiendo tabaco rubio y lotería, dedicada de lleno en el fondo a otras actividades más lucrativas. Antonia tiene dos casas en el mismo edificio, que son como los dos ámbitos de su personalidad contradictoria. En el tercero vive su madre con los hijos pequeños, tres entre los dos los dieciocho años. En el primero vive ella con un hombre, «que no es mi mario» -advierte-, y tiene las habitaciones de recibir. Hace ya mucho que dejó Valenzuela, en Córdoba, y no, le tiene demasiado apego a su pasado.

Tres días en El Pardo

Ella es de las que piensan que con Franco se vivía mejor, hasta en este pequeño submundo de la Gran Vía, y eso que entonces no había bingos, una de sus mayores aficiones. Pero «hay que ver lo que lloré cuando se murió, pobrecito. Que he salío en todas las revistas la primera yo, viendo el cadáver. Porque Franco salvó a mi padre una vez, que era lo que yo más quería, y eso no se olvida. Tenía yo nueve años y a mi padre lo habían condenao a muerte por cosas que él no había hecho. Y aquí que me presenté, en El Pardo. Tres días sin moverme, que hasta los guardias me traían bocadillos, hasta que salió la señora y me recibió. Franco no podía, pero ella me dio un papelito firmado por él y con eso le sacaron a mi padre de la cárcel. Los Reyes también me parecen bien, sobre el niño, Felipe, porque las niñas, la verdá, me parecen mu payas. Pero por el pequeño yo me dejaba cortar un brazo».

Antonia, que a estas alturas llora lágrimas amargas por la princesa Soraya, «pobrecita, echarla na más que por no tener hijos» que idolatra a los reyes de Bélgica, Balduino y Fabiola, y junta cuidadosamente el dinero «pa el bar de La Elipa que me estoy montando», huye de los tramos nocturnos que van de la esquina de la Telefónica a su casa y prefiere, prudentemente, coger un taxi, a pesar de vivir tan cerca.

«Yo por los callejones esos no paso. ¿Ves este arañazo? Ayer mismo me lo hizo una puta que me llama a mí palanganera, y me dice: "Pues tú eres igual que yo". De eso nada, le dije yo, y ya nos liamos. Así me pasa, que tengo ya dos puñalás, pero yo también he dao muchos cachuchazos, sobre todo cuando recibía en esta casa.» Las dos habitaciones especiales, con una bombillita roja en el techo altísimo y colchas de flores sobre un fondo blanco tienen dos puertas, «por si pasa como a veces, que él luego quiere que ella le devuelva los dineros y se arma el follón. Pero entonces yo entro por la otra puerta y le digo: "¡A la calle!", y si me dice que ha pagao trescientas pesetas y que esto y que lo otro, pues muy bien, le digo que se quede en la cama si quiere, porque eso no se lo puedo, negar, pero si ella ha terminao ya su cometido y quiere irse, yo no la puedo sujetar. Y una de estas veces, el tío sacó la navaja pa pincharla a ella, yo me puse por medio y me pinchó a mí».

Dice Antonla que en diez años de negocio conoce los más mínimos secretos de este pequeño mundo sórdido de la calle; que antes de las tres de la mañana la cosa no funciona. «Tó lo que te vayas antes de esa hora es tiempo perdido.» A lo sumo vender tabaco a los odiados chulos. «Cada vez hay más; yo les hablo porque no me queda más remedio, pero me caen malísimamente. Na más que vigilando a la mujer cuando sube y a ver si baja, por si hay algún pegote, y ella dice, "mira, que este tío tal y cual", y entonces le sacuden entre tres o cuatro. Pero cuando es la policía la que viene, entonces los chulos no pueden defenderlas y me dicen a mí: "¡Oye, Antonia!", y si me caen bien las defiendo y si no, no. Porque en la Gran Vía se hace lo que yo quiero. Otras veces las digo: "¡Que os defienda el que le dais a ganar los dineros!" Porque a la policía con hacerle yo una seña, se van los zeta a una calleja y les digo lo que sea, porque son mis amigos.»

Los buenos tiempos de Antonia se los ha llevado este edificio de apartamentos que llaman Tres Cruces. «Y eso que ahora me venden uno, pero como estoy sin blanca.» Antes las pupilas se ponían en la esquina de su calle, pero ahora se quedan arriba, justo enfrente de la Telefónica. «Por mucho que me quieran no van a venir aquí, que si vienes con un cliente tardas casi los treinta minutos, y en ese tiempo se hacen allí dos o se hace uno y están esperando a que les salga otro.»

De los buenos tiempos le quedan los dos pisos, y «otro más que le regalé a un hijo casao», un televisor en color, dos coches también para los hijos, y su gesto duro, dos puñaladas, algunos amigos, muchos enemigos y un larguísimo historial de peleas y broncas. «Ya sé que dicen que soy una chivata, pero me da igual.» Los taxis a su casa los coge sólo por la noche, como cualquier ciudadano decente, porque «las cosas están muy mal, que a esas horas en la Gran Vía está lo más malo de Madrid. Que a los señores de verdad no le gustan las tías de allí, que dinero sudao no se ve, y que los que se acaban de llevar la cartera de otro le dejan el dinero a la puta».

Muchas armas

«Ahora hay muchas armas en la Gran Vía, o sea que pa la policía está peor, menos trabajo pero más peligro. Lo que hacen es no meterse mucho, dicen que como ahora tenemos eso, como se llama, la libertad, no, no..., la amnistía.... no, cómo se llama eso que dicen que tenemos y que estamos libre, ¡ah!, sí, la democracia, eso, pues que entonces tampoco se meten.»

Antonia Rodríguez, que dejó en Valenzuela un marido y mucha miseria, no se siente nada solidaria con todas sus amigas callejeras con un origen y un pasado similar en el 50% de los casos. Casi la mitad del medio millón de prostitutas que ejercen en España proceden de hogares andaluces miserables. Pero Antonia, que sólo se conmueve por la princesa Soraya, tiene muchas peleas a la espalda para ver las razones sociológicas de una profesión que, en el fondo, desprecia. «Algunas son tan guapas que me dan pena, porque vaya una vida que llevan. Acostarse a las siete de la mañana todos los días y mantener un chulo que las lleve a las discotecas por la tarde y al bingo. Y todo se lo gastan en eso y en ropa, bueno y en los apartamentos que tienen, que son carísimos. No ves tú que algunas se sacan hasta 15.000 pesetas diarias.»

Por eso está juntando hasta la última peseta, y cuando tenga el bar listo no vuelve más a esta calle, porque empieza a hacer mucho frío y las cosas cada día están más difíciles.

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