La culpabilización de la cultura
Durante años la imagen política de España fue sobradamente desfavorable ante lo que pudiéramos denominar -con reticencias- el «mundo libre». No bien esa imagen ha comenzado a disolverse, parece que otro estigma nos puede llegar a distinguir tan incómodamente como el primero. Este será su imagen intelectual. ¿Injustamente?No. Injustamente no. Hay, sin duda, un motivo -y serio- que justifica la impresión de que en la España actual no queda un adarme de inteligencia y de arte. Y se basa en una orgánica convulsión social que debiéramos superar con energía, con valentía y, sobre todo, con sinceridad.
La cultura no la produce ni el filósofo, ni el científico, ni el artista, más no cabe duda de que éstos son quienes «activamente» la representan. La falta de asentimiento al artista, al filósofo y al científico soterra a la cultura, la priva de sus portavoces. Será entonces una cultura inexpresada. ¿En qué factores puede fundarse esa inexpresión de nuestra cultura? Pueden ser muchos, pero, entre ellos, creo poder expresar aquél que, personalmente, me parece el más grave.
Hay mil modos de probar que, entre nosotros, el mundo -o mundillo- de la cultura ha sido, con alguna que otra evidente excepción, neurotizado gravemente por el régimen anterior. Esta neurotización ha dejado sin reservas defensivas a los portavoces de esa cultura, les ha sumido en la confusión, les ha dejado indefensos ante una evidente «culpabilización de la cultura» que se manifiesta en toda el área de la política nacional e internacional. Un fenómeno de nuestro tiempo, un fenómeno general.
Para investigar en esa culpabilización es necesario tratar de definir qué es la culpa. Y entendemos por ello «la culpa social».Esta culpa social ha dejado de tener progresivamente el sentido teológico del que, en un tiempo, se sirvió como medida de orden y de conocimiento. La culpa teológica es un reflejo prestigioso y trascendido, a un plano metafísico y más difícilmente combatible, de la culpa social.
El sentido general que damos ahora a la culpa proviene de la libre disposición personal -con un claro sentido de desobediencia- que damos a nuestras energías, a nuestra curiosidad experimental con la vida.
La sociedad ha creado, necesariamente, la culpa e indefinidamente la cultiva, sin posible remedio ni sustitución, como una medida de conocimiento de sí misma. Lo paradójico de esta situación insuperable es que «conocimiento y culpa» son dos conceptos que van unidos. Ya no necesitamos ningún fundamento teológico para suponer que «vivir es culpable». ¿Por qué?
Porque la culpa es la frontera que atravesamos o dejamos de atravesar cuando se trata de ir más allá hacia una totalización del ser, o quedarse «más acá» preservando al hombre de aventuras que pudieran conmover su seguridad y bienestar. Es decir, que los sistemas prácticos de conservación y de gobierno -sistemas de dominio- han creado la culpa, y todo pensamiento político es una disciplina comúnmente aceptada en la que se combinan opresión y beneficencia. Quien promulga la «acracia» está promulgando el caos. O «la edad de oro», que nunca fue ni será jamás.
Sin embargo, la sociedad y las culturas avanzan y se desarrollan siempre que el científico, el artista y hasta el político arrostran la aventura y el peligro de una culpabilización por parte de todos los sistemas de conservación, de gobierno y dominio. Y esto se debe naturalmente, a su curiosidad experimental con la vida. Y dentro de esa curiosidad experimental con la vida está el peligro, incluso, de morir por pensar esto o lo otro. O por pensar «contra esto o lo otro ». No hay por qué sacar a luz todo un anecdotario de represiones en este sentido.
Lo paradójico de la cultura es que ésta quiere y debe «pensar y sentirlo todo» y no tan sólo un limitado repertorio de ideas o sentimientos que convengan a cualquiera de los sistemas prácticos de conservación y de gobierno esa mezcla de opresión y beneficencia. Es impensable retroceder hacia la antigua anarquía aristocrática, acaso capaz de fundar Estado pero no de conservarlos.
Y, sin embargo, el sentimiento más tosco de los modernos socialismos proviene de la extrema «susceptibilidad y vigilancia» que ejercen sobre los núcleos minoritarios, artísticos y científicos, que obedecen a la fatalidad de «pensar y sentirlo todo», única vía de evolución y desarrollo en los pueblos y en las culturas.
Cabe decir que, entre nosotros especialmente, la terminación -más o menos completa- del período dictatorial nos ha dejado «encogidos», lastimosamente intimidados, ante el nuevo dilema. Y es lo más probable que, en la actualidad española, el científico y el artista -como factor de su «encogimiento»- se hallan intimidados y alienados por otros sistemas prácticos de conservación y de gobierno, en cuya mezcla de opresión y beneficencia, se ejerce una exagerada vigilancia sobre la amenaza de corrupción por parte de una minoría en esa fatal proclividad a «pensar y sentirlo todo». Es el escrúpulo social que en la España actual paraliza peligrosamente su cultura, toda su vida artística e intelectual.
¿Cuán largo puede ser este nuevo período? No lo sabemos. Cabe decir también -advirtiéndonos de este peligro- que son los propios intelectuales los que experimentan una gran suspicacia y ejercen una indebida vigilancia sobre ellos mismos, contra unos y otros. Un interés personal -y práctico- de autorrealización y supervivencia les impide arrostrar la culpabilización de la cultura por parte de otros sistemas prácticos de conservación y de gobierno que no son la dictadura o son, en el peor de los casos, una dictadura opuesta.
Lo que más y mejor define a una sociedad primitiva, que se conserva, pero que no evoluciona, es una jerarquización incólume.
No somos una sociedad primitiva, pero, si el estado actual se prolonga, podríamos establecer algo así como una imagen paralela y bastante desfavorable.
La inmensa mayoría de los españoles -los que hoy manifiestan públicamente su opinión- han sido fatalmente desgastados, cualquiera que sean sus ideologías, por la dictadura, y se hace urgente que esa manifestación pública de opiniones sea ejercida por individuos nuevos o sincera y arriesgadamente renovados sin que ese interés personal y práctico de autorrealización y supervivencia -es decir de conservación- les impida arrostrar esa aventura socialmente culpabilizada de «pensar y sentirlo todo» en una aspiración hacia la totalización del ser que es el impulso de toda cultura. Sin la aparición y manifestación pública de estos hombres nuestro colapso cultural puede ser largo y grave.
Sin que podamos decir que el español medio sea culto, hay que convenir en que su sensibilidad social -un inconsciente orientador- rechaza y se aburre con el actual periodismo, que viene a ser un tremendo cúmulo de acusaciones dogmáticas y consabidas. Al tiempo que una minoría más culta permanece intimidada y silenciosa ante el peligro de su culpabilización por parte del nuevo orden o sistema práctico de conservación y gobierno. Es la misma inercia sociocultural que moralmente abatió al propio Larra tras la desaparición del absolutismo fernandino.
Creo que una oposición desgastada por la oposición no puede ya dinamizar culturalmente al país por mucho y bienintencionadamente que se lo proponga. Una minoría -más o menos dilatada- de hombres nuevos deben -como es posible observar «todavía» en algunos de los países democráticos europeos desafiar la culpabillización de la cultura, sometidos a la dinámica fatalidad de «pensar y sentirlo todo». La lucha entre conocimiento y culpa no ha terminado ni jamás terminará. Al parecer, la lastimosa puerilidad política de nuestras autoridades intelectuales -no tengo por qué señalar con el dedo- no ha llegado a darse cuenta, muchos de ellos desgastados por la oposición o arteramente dispuestos a prolongar su carrera, de esta ineludible necesidad.
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