La reforma universitaria
Catedrático de la Universidad Libre de Berlín (Pertenece al PSOE)
Con este mismo título apareció recientemente en este periódico una colaboración del secretario de Estado para Universidades, Luis González Seara, que, tanto por el interés general del tema, como por la responsabilidad política de quien lo trata, merece algunos comentarios. Desde luego que los profesores universitarios tendemos a exagerar la importancia de la cuestión y somos propensos a dejar correr la pluma en cuanto se roza el tema, pero posiblemente haya acuerdo entre los que se hayan preocupado un poco del asunto en que, si bien la reforma universitaria no es ni con mucho la más importante de las muchas y fundamentales que necesita el país, puede ser, sin embargo, de las más difíciles. En ningún otro ámbito social una ley puede dar resultados más imprevisibles, incontrolados y catastróficos. Aceptar una secretaría de Estado para las Universidades, es un acto de claro valor cívico, en cuanto parece desde un principio programada al fracaso. Hace falta efectivamente toda la astucia del ucedista y del gallego para no salir con todos los huesos rotos. Con algunos, en todo caso, parece inevitable, si de verdad se quiere hacer algo.
Las enormes dificultades que se acumulan a la hora de llevar a cabo una reforma de la Universidad provienen fundamentalmente de dos hechos: primero, los factores que condicionan una buena Universidad, sólo en una pequeña parte dependen del tipo de organización; segundo, en la Universidad cristaliza hoy una de las contradicciones básicas del capitalismo tardío: por un lado están las relaciones capitalistas de producción con su demanda de legitimidad y de profesionales bien preparados; por otro, los sistemas ideológicos en candelero. La forma en que indirectamente se consideran o se obvian estos dos hechos en el artículo del señor González Seara da la medida de su ambigüedad, que llevada a la práctica -detrás de él hay un proyecto de ley- puede desembocar en el caos. Porque, aunque parezca inverosímil, la Universidad española, aun habiendo llegado a las cotas actuales de deterioro, todavía puede empeorarse.
Cualquier persona prudente sabe que si faltan las condiciones sociales para su aplicación y desarrollo, aun las mejores leyes son inútiles, aunque lo normal es que terminen dando pábulo a nuevas corruptelas. Si esto es así, incluso en instituciones en las que su contenido esencial puede alcanzarse con una cierta racionalidad operativa, cuánto más cierto no será en una forma de relación tan compleja y personal como la que ha de sostener a la enseñanza. El secretario de Estado es consciente de ello y advierte, cargado de razón, de los peligros inherentes a construir modelos perfectos plagiados de los países pilotos. Pero lo hace después de haber importado el «principio de autonomía», sin preguntarse hasta qué punto y en qué condiciones podría funcionar en la Universidad que tenemos, producto de largas décadas, tal vez habría que decir siglos, de dogmatismo, ineficacia y corrupción.
Cierto que no hay alternativa a la autonomía de las universidades, en rigor no hay Universidad cabal sin autonomía, pero ello obliga a definir claramente los requisitos previos que se han de cumplir, señalando los elementos que, en todo caso, es preciso modificar, así como el ambiente científico y cultural que hay que promocionar, para que la autonomía universitaria pueda dar sus frutos. El «principio de autonomía» por sí no produce milagros; en determinadas condiciones puede incluso acabar con la Universidad. La experiencia de algunas universidades latinoamericanas a este respecto debería sernos aleccionadora.
El secretario de Estado, partiendo de una consideración realista de nuestra Universidad, no ignora estos peligros, pero evita sistemáticamente plantear el problema esencial -qué habría que cambiar, para que la autonomía universitaria pudiera funcionar- refugiándose en «un sistema responsable de autonomía», que tal como se establece en el «anteproyecto de ley de autonomía universitaria» no es más que una autonomía reducida a su mínima expresión, manteniendo subyacente el viejo centralismo estatal. Los problemas reales de nuestra Universidad quedan ahí, sin que se mencionen siquiera, proponiendo únicamente una limpia de la fachada, así como unas autonomías recortadas, que tan sólo van a servir de excusa para que tanto el Estado como la Universidad eludan sus responsabilidades, echándose mutuamente la culpa del caos resultante.
El segundo hecho que dificulta básicamente una reforma universitaria coherente se muestra en la «contradicción» entre relaciones capitalistas de producción con sus consiguientes demandas particulares y la misión crítica e innovadora, así como «el servicio a toda la comunidad», que en principio se atribuye a la Universidad. Problemática que, como es bien sabido, obsesiona hoy a muchos de los que de la Universidad se ocupan en los países avanzados. A nadie puede sorprender sin embargo, que, desde los supuestos ideológicos del señor González Seara, esta «contradicción» ni siquiera se formule. Para el secretario de Estado cabe «una mayor racionalidad» -no se esconde poco en este concepto- que haga a la Universidad «más acorde con las exigencias de nuestra sociedad», es decir, más funcional con la sociedad capitalista, «sin merma de la actitud crítica y reflexiva, que corresponde a los miembros de la comunidad universitaria». Ahora bien, el que el señor González Seara ignore -o quiera ignorar- esta «contradicción», no supone que vaya a dejar de incidir decisivamente en el planteamiento autonómico de la actividad docente e investigadora. El ineludible conflicto entre una concepción tecnocrática y otra crítica de la Universidad va a acompañar de hecho todo el proceso de reforma universitaria.
Una crítica se queda corta, y por tanto inoperante, si no enuncia, aunque sea con la brevedad propia del artículo de periódico, los lineamientos generales de una posible alternativa. Punto de partida de cualquier intento de reforma mínimamente responsable tiene que ser un análisis exhaustivo de las causas, de muy distinto orden y antigüedad, de la actual miseria universitaria. No hay forma de discutir en serio una terapia, si se ignoran o se ocultan los males. Esta imprescindible toma de conciencia de la situación real no puede sustituirse con cuatro generalidades sobre los cambios que se han producido en la sociedad española y una tímida alusión a las «circunstancias políticas» del pasado inmediato.
Un análisis global y en profundidad no quiere decir, sin embargo, que necesariamente se hayan de adoptar medidas radicales de gran alcance. No se crea de repente, y menos desde la poltrona de un ministerio, una Universidad medianamente aceptable. Una Universidad que merezca este nombre, es tal vez la institución más específicamente propia de la cultura europea. Cualquiera que se haya ocupado de su implantación en el Tercer Mundo sabe de las enormes dificultades y de las fuerzas que la repelen en un ámbito social y cultural extraño. La cultura -y la Universidad forma parte harto delicada de ella- es siempre tradición. El mejoramiento de nuestra Universidad, si es que se produce, será resultado de un proceso lento y dificil. Hay que saber renunciar, tanto a las grandes expectativas como a las falsas reformas, centrando los esfuerzos en algunos puntos cruciales, cuya modificación augure un lento despliegue de una Universidad distinta.
Se aceptará sin dificultad que el valor de una Universidad depende, en último término, de] que tenga su profesorado. Una Universidad buena es la que posea profesores competentes, dedicados plenamente a la enseñanza y a la investigación, en comunicación creadora con los estudiantes. No hay, en realidad, competencia sin dedicación plena, y ésta no tiene sentido sin incidir a través de un equipo y de unos discípulos en una comunidad científica que juzga, valora y critica los resultados. En España -y hay que aceptar las cosas como son para poder cambiarlas- no se da este encadenamiento de factores. La competencia es fija -y el «anteproyecto» la sigue fijando- por el dominio verbal del «programa de la asignatura». El dominio del programa es el único fin del estudiante y del profesor en ciernes. Ahora bien, desde esta concepción burocrática de la ciencia como asignatura que aglutina de manera más o menos arbitraría, un catálogo de temas, la investigación es absolutamente afuncional. En el mejor de los casos recogerá los últimos resultados de la investigación, pero para ello basta con seguir las revistas especializadas extranjeras. Transmitir resultados -labor propia de la divulgación científica- es cosa muy distinta de hacer ciencia v de enseñar a hacerla.
Aquí está el meollo del problema. Una Universidad merece este nombre cuando hace ciencia y enseña a hacerla, no cuando se conforma con divulgar verbalmente los conocimientos adquiridos por otros, simplificados y falsamente sistematizados: programa de la asignatura. Si se mantiene la esencia retórica de nuestra Universidad, la investigación, por muchas reformas que se hagan, dinero que se gaste y buena intención que se ponga, continuará siendo la cenicienta, a la que excepcionalmente se dedicará el que, sobrándole vocación, llegase milagrosamente a conseguir una posición estable. Una reforma auténtica de la Universidad no puede tener como meta el que, además de impartir los programas de los cientos de asignaturas, se haga investigación, sino que ha de partir de la unidad enseñanza-investigación, es decir, hacer ciencia y enseñar a hacerla, sacando las consecuencias pertinentes en lo que respecta al tipo de organización y a la forma de la enseñanza.
Dos conclusiones habría que sacar de estas consideraciones. La primera, que la autonomía universitaria resulta fructífera en los países pilotos, porque se dan condiciones que en el nuestro no existen. La fundamental, la existencia misma de la ciencia, hecha en «comunidades científicas», que crean famas y censuran comportamientos, de modo que la libre elección del profesorado por la Universidad se produce en un afán competitivo de mejora y de prestigio, que hace que las decisiones no sean siempre descabelladas. En las condiciones actuales de nuestro país -paro académico muy alto, falta de mecanismos sociales para controlar el valor de la obra de cada uno, la obra científica que se hace la realizan individuos aislados, no integrados en ninguna comunidad, pautas de comportamiento social por las que prevalece el favor al amigo- la autonomía recortada que prevé el anteproyecto puede originar una endogamia absoluta, creando un muro infranqueable de intereses alrededor de cada Universidad, de modo que nadie va a ser profeta más que en su casa.
La segunda se refiere a las dificultades, y aun contradicciones, que conlleva el modelo clásico de Universidad aquí propuesto y que es el único compatible con la autonomía. En una Universidad masificada, con recursos muy limitados, que tiene que formar a gran cantidad de profesionales socialmente útiles, y no sólo a unas élites científicas, el modelo puede resultar disfuncional. Lo que es operativo para la formación de profesionales, no lo es necesariamente para preparar científicos. Además no todas las ciencias que se cultivan en la Universidad sirven para una actividad profesional de la que exista demanda social. En el espacio de que disponemos no podemos más que plantear el problema. Del modo de su solución -caben fórmulas muy diversas- puede depender, en última instancia, no sólo que en la Universidad se haga ciencia o no, sino también el grado de eficacia social de los profesionales que salgan de las aulas. En su intento de obviar todos los problemas reales es natural que el señor González Seara ni siquiera lo mencione en su artículo.
Finalmente quiero hacer público mi desacuerdo total con el modo que tiene el secretario de Estado de plantear la relación entre autonomía universitaria y autonomías territoriales. Pero es esta cuestión grave que bien merece otro artículo.
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