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Despliegue policial y lluvia en el funeral de Juan Pablo I

A las seis de la tarde -dos horas después de que empezara la ceremonia-, el ataúd de ciprés, adornado con una sencilla cruz de ébano, que contiene los restos- del Papa, estaba ya dentro de la basílica de San Pedro. Fuera, las 70.000 personas que habían asistido a la ceremonia marchaban a sus casas.

Los más de 7.000 policías que vigilaban la Ciudad del Vaticano y sus alrededores cortaban las calles cercanas para abrir paso a los vehículos que transportaban a los componentes de las 117 delegaciones diplomáticas representadas en el acto. Con su habitual exageración, y ante el hipotético temor de que se produjeran actos terroristas, los policías romanos les abrían pasa con todo lujo de sirenas y centelleantes luces azules. La Secretaría de Estado vaticana pídió que no asistieran jefes de Estado y de Gobierno- para evitar un todavía mayor despliegue policial. Sólo tres estadistas con rango superior al de ministro se encontraban presentes en la ceremonia: Giulio Andreotti, presidente del Consejo de Ministros, que iba en representación del Estado italiano; Alessandro Pertini, presidente de la República, que asistía a título particular, y Hans Brunhard, jefe del Gobierno de Liechtenstein. Representando a España estaba José Manuel Otero Novas, ministro de la Presidencia. Por parte de Estados Unidos, Lillian Carter, la madre del presidente.Noventa y tres cardenales con celebraron el funeral, que presidió Confalonieri, decano del colegio cardenalicio. Confalonieri, que fue considerado papable en las eleccio nes que llevaron al pontificado a Juan XXIII y a Pablo VI, no podrá asistir al próxi ffio cónclave. Su edad -tiene 85 años- se lo impide. Frente al altar estaba el féretro de Juan Pablo I. Bajo él, la misma alfombra en la que reposó el ataúd de Pablo VI. Encima, los mismos Evangelios. Al ir a tomar asiento los cardenales, el mismo problema de falta de sillas que existió el día del funeral del antecesor de Juan Pablo I. Y, como entonces, la misma celeridad de los sidieri en la so lución del problema. A la derecha del oficiante, ligeramente adelan tados sobre el grupo de los obispos, dos cardenales que no podían con celebrar debido a su mal estado de salud. Se trataba de Marela y Slipy. Cerca, los patriarcas de las iglesias católicas de rito oriental. Frente a todos ellos, al otro lado del altar, las delegaciones diplomáticas. Fuera de las vallas que rodeaban a los principales asistentes a la ceremonia, el público se esparcía por la plaza, que tenía abiertos sus quioscos y tiendas de souvenirs. En la tribuna de prensa, un canónigo curioso, revestido con el roquete y la estola, seguía la ceremonia con unos prismáticos, acompañando con su voz los cantos del coro de la Capilla Sixtina.

Durante la homilía comenzó la lluvia. En la plaza aparecieron los paraguas. Mientras que Confalonieri era cubierto con un, palio, algunos sacerdotes -entre el centenar de ellos que repartirían la comunión- protegían con sus paraguas a los cardenales, que formaban un friso en la base de la basílica. Confalonieri, en su intervención, destacó, con buena voz, la sencillez y simpatía del Papa muerto. «Ha bastado un mes para que, el nuevo Papa conquistase los corazones», dijo.

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