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La muerte de Juan Pablo I

Párroco patemal, preocupado por la obediencia, el orden y la disciplina

Reforzar la dísciplina dentro de la Iglesia parecía que iba a ser uno de los grandes objetivos y preocupaciones del fallecido pontífice Juan Pablo I. Los numerosos fieles venecianos que acudían cada domingo a San Marcos para escuchar sus sermones, atraídos por su fama de predicador ameno y hasta jocoso, tuvieron oportunidad de oírle en más de una ocasión palabras muy duras y descalificadoras incluso para con los aspectos más externos o superficiales de las actitudes progresistas de ciertos sectores del clero y de los movimientos del apostolado.

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«Hoy todo obispo es considerado un fascista en cuanto quiere poner un poco de orden. Si a un obispo no se le da la oportunidad de ejercer el poder, no hará su servicio», había dicho el cardenal Luciani para defenderse de las acusaciones de fascista.Su imagen de párroco paternal y risueño apenas lograba ocultar su condición de obispo intransigente, tanto ante el «error doctrinal» como ante las simples modas en la liturgia o en el vestuario de los cléricos. «La Virgen no hubiera vestido así», indicó en una ocasión a unas monjas, y tan sólo hace seis días, con ocasión de la toma de posesión de su diócesis en Roma, se había pronunciado tajantemente contra las irregularidades en materia litúrgica. «Quisiera -dijo- que Roma diera un buen ejemplo, sin creatividades desentonadas y que se evitase toda irregularidad litúrgica.»

Su preocupación por el orden, la disciplina y la obediencia estuvieron presentes en su primer mensaje ante los cardenales con motivo de la clausura del cónclave. «Superando las tensiones internas que se han podido crear aquí y allá, venciendo las tentaciones de acomodarse a los gustos y costumbres del mundo, así como a los parpadeos del aplauso fácil, unidos por el único vínculo del amor que debe informar la vida íntima de la Iglesia, Como también las formas externas de la disciplina, los fieles deben estar dispuestos a dar testimonio de la propia fe ante el mundo.»

En otro momento de su homilía programática volvería a insistir: «Queremos conservar intacta la gran disciplina de la Iglesia en la vida de los sacerdotes tal como la han mantenido a través de los siglos la acreditada riqueza, de la Iglesia, con ejemplos de santidad y heroísmo.» Para ello se proponía revisar los dos códigos de Derecho canónico, «para asegurar a la savia interior de la santa libertad de los hijos de Dios, la solidez y firmeza de las estructuras jurídicas».

No existen, en cambio, entre los textos que recogen sus audiencias y alocuciones como Papa referencias directas al gran problema del control de la natalidad. Podrían interpretarse como una alusión velada al problema las palabras de su primer mensaje relacionadas con los grandes avances de la investigación y de la técnica actuales, al referirse a «la decisión de suplantar a Dios con la decisión autónoma que prescinde de las leyes morales y que lleva al hombre moderno al riesgo de convertir la tierra en un desierto, la persona humana en un autómata, la convivencia fraterna en una colectivización planificada, introduciendo más de una vez la muerte allí donde, en cambio, Dios quiere la vida».

Cuando Pablo VI redactaba su polémica encíclica Humanae Vitae, el entonces patriarca de Venecia le había pedido, al parecer, que no se pronunciase todavía en torno al tema de los anticonceptivos. Los comentaristas que recordaron este hecho cuando Luciani fue elegido para la cátedra de Pedro. no llegaron a aclarar si lo que éste le pedía al papa Montini era que no se precipitase emitiendo un juicio que muchos temían pudiera suponer la consagración de la trayectoria progresista de Pablo VI hasta entonces.

En cualquier caso, no tuvo la menor indecisión a la hora de defender la indisolubilidad del matrimonio: «Si bien ésta es una parte difícil de nuestro mensaje. tenemos que proclamarla con fe plena, como parte integrante de la palabra de Dios y del misterio de la fe.»

Con relación a los. grandes conflictos entre las naciones, recordó con emoción también, en su homilía ante los cardenales, a «la atormentada tierra de Líbano», pero no atendió a la petición de que pronunciase una palabra de condena para las dictaduras que insistentemente le dirigieron diversos sectores progresistas de la Iglesia antes de la ceremonia de la inauguración de su pontificado, a la que asistiría en lugar de honor el presidente Videla.

Expresó, en cambio, su confianza en la cumbre de Camp David durante la elocución que pronunció desde la ventana de su estudio privado el domingo día 10 de septiembre. «En Camp David -dijo- Carter, Sadat y Begin están trabajando por la paz de Oriente Próximo. De paz tienen hambre y sed todos los hombres. especialrnente los pobres, que, en las tribulaciones y guerras, son los que pagan y sufren más, por eso todos miran con interés y gran esperanza la reunión de Camp David. También el Papa ha rezado y ruega para que el Señor ayude en sus esfuerzos a estos políticos.»

Su postura ante las demás confesiones religiosas se encontraba en esa línea de paternal afecto y de firmeza ante el error. «Por ello nos proponemos dedicar nuestra, atención y reflexión a todo lo que pueda favorecer la unión, sin concesiones doctrinales, es verdad, pero también sin vacilaciones.»

Aunque toda la prensa Mundial se apresuró a resaltar, desde el momento de conocerse su elección, la condición de militante socialista de su padre, su firme rechazo de la doctrina política de su padre parece estar fuera de toda duda. Un periódico italiano le atribuía en los primeros días de su pontificado estas, palabras: «¡Qué pena que el socialismo haya mezclado el ateísmo en sus programas!

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