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La muerte de Juan Pablo I

El último fue el cónclave del compromiso y de una "Iglesia unida"

Juan Arias

Pablo VI había muerto el 6 de agosto. Según las disposiciones que él mismo había dejado, el cónclave para la elección del nuevo Papa debería celebrarse no antes de quince días, ni más tarde de veinte. Los cardenales de la curia, que son los primeros que se reúnen apenas muerto el Papa, decidieron que el cónclave se celebrara el 25 de agosto, es decir, veinte días después de la muerte. Se interpretó como una señal de las dificultades en las que se encontraba la curia para buscar un sucesor a Pablo VI y al mismo tiempo como una maniobra para tener todo el tiempo suficiente para influir en los cardenales que llegaban del extranjero, sobre todo del Tercer Mundo, un poco desconcertados.Se sabe que las cenas romanas y la clásica diplomacia vaticana crean mucha brecha en quienes llegan desde lejos pensando que en Roma el Espíritu Santo atiza mejor el fuego. Si normalmente lo que ocurre en un cónclave no se sabe antes de quince o veinte años, esta vez sucedió algo diverso: casi a las veinticuatro horas se sabía casi todo. El primero que rompió el silencio fue el mismo nuevo papa Luciani, que en su primer encuentro con los fieles en la plaza de San Pedro al día siguiente de la elección contó dos cosas muy importantes: que él fue a votar la primera vez muy «tranquilo», porque no esperaba nada, y que ya esta primera votación «lo puso en peligro». Parece ser que en la primera votación obtuvo cincuenta votos. En la segunda y, sobre todo en la tercera, su elección era ya segura.

Algunos cardenales dijeron que fue elegido en la tercera y otros en la cuarta. Algunos observadores dicen que en realidad fue elegido en la tercera con una gran mayoría, pero que él pidió, como había hecho Pablo VI que se repitiera la votación; que ya fue por unanimidad. Los cardenales hablaron de «inspiración directa del Espíritu Santo», de «gran experiencia religiosa», de una «presencia casi tangible de algo sobrenatural».

Pero lo cierto es que la elección de Juan Pablo I casi por unanimidad y en veinticuatro horas fue una gran sorpresa para el mundo entero, pues Luciani casi no estaba en la lista de los «papables». ¿Qué había pasado? Se habló que el gran elector había sido el cardenal Benelli, que lo había presentado a los extranjeros como el candidato que ellos deseaban: no «italiano»; no diplomático; no curial, con gran experiencia pastoral y un poco en la línea de sencillez de Juan XXIII. Al mismo tiempo, la parte más tradicional de la curia deseaba un Papa que en materia de teología fuese menos problemático que Pablo VI y diese mayor certidumbre y al mismo tiempo que no creara problemas de apertura demasiado grande en la Iglesia en un momento de tantas tensiones.

En las reuniones de los cardenales para la preparación del cónclave, el patriarca de Venecia, que poseía una indudable capacidad de comunicabilidad y de simpatía humana y al mismo tiempo una gran fama de eclesiástico pobre y de hombre profundamente espiritual y sencillo, se ganó a todos los extranteros, que vieron en él al hombre providencial que podía resolver el problema del cónclave en pocas horas dando así al mundo el ejemplo de «una Iglesia unida».

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