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Tribuna
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Un balance preocupante preocupante

Adolfo Suárez, al dar posesión a Tarradellas de su cargo de presidente de la Generalidad, afirmó que el restablecimiento de la institución histórica del autogobierno de Cataluña había sido, para él, en todo momento, una cuestión de Estado. De corresponderse los hechos con esta concepción, era de esperar que la trayectoria de dicha institución, que ahora cumple un año, debía concebirse al servicio genérico de la ciudadanía catalana, configurada en una comunidad que había probado -con un alto precio de sangre y dolor- su amor a la libertad durante los cuarenta años de dictadura. Ello mismo permitía suponer que esta comunidad sería, como en el pasado republicano, un baluarte de cohesión social, moderación política -Cataluña fue calificada de oasis (le la República en la primavera de 1936- y de avanzada de la democracia española.Pero las cosas no han ido por este camino. Hoy, después de un año de Generalidad proviosional, los avances sociales producidos en este período en el resto de España han sido, genéricamente considerados, superiores a los catalanes. En el principado -y ello ningún sociólogo puede negarlo- ha decrecido en ese período la cohesión social. Es decir, los. catalanes no tenemos ahora una mayor conciencia de una integración organizativa y sociológica en una misma colectividad.

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Lentitud en las transferencias y mínimo poder para la Generalidad

Una causa de este mal está en que la cuestión de Estado que debía haber sido la Generalidad, en correcta apreciación de Adolfo Suárez, no llega a menudo a ser ni tan siquiera una cuestión de partido para ser únicamente un tema de persona concreta.

Esta evidencia causa preocupación en los dos extremos de la cadena: en el seno del desconcertado pueblo catalán -que pese a ello se aferra generosamente a sus ideales autonómicos, como probó el pasado 11 de septiembre- y en el Gobierno que preside Adolfo Suárez. Mientras, esos eslabones intermedios que son las fuerzas políticas catalanas juegan al ya aburrido juego de hacer creer a los demás aquello que ellos niegan en privado. Tratan, en efecto, de hacer creer que las actuales estructuras y derroteros de la Generalidad ultrapersonalizada pueden ser aptos para gestionar los múltiples problemas que presenta la sociedad industrial catalana.

En un primer año, el desfase ha sido enorme. Otro año más y la diferencia entre el país oficial y el real -curiosa contraposición, no sólo apta bajo el franquismo- puede convertir el oasis catalán, donde nunca pasa nada, en un foco de desestabilización. La cuestión de Estado se habría convertido, entonces, en la no menos histórica cuestión catalana que tantos pesares causó en ocasión de la instauración de la dinastía borbónica en España.

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