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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Dios y el césar

LAS CONVERSACIONES entre el Estado español y la Iglesia, preparatorias de los acuerdos específicos que en su día van a sustituir al actual Concordato, vigente desde hace más de un cuarto de siglo, van bastante adelantadas, aunque no pueden llegar a su definitiva formalización hasta tanto la Constitución no haya sido aprobada por el pueblo español. Y ello porque muchos de los temas afectados están pendientes, por el lado civil, de su configuración final.La trampa, literalmente saducea -que de ahí viene el calificativo-, que, según los Evangelios, le fuera tendida a Cristo sobre la obediencia a los poderes civil y religioso y su compatibilidad fue resuelta con la archisabida fórmula que reconocía y separaba las obligaciones para con Dios y el césar. En el último tercio del siglo, España se dispone a seguir esa inspiración evangélica, durante tan largo tiempo desatendida, tanto por los eclesiásticos como por los laicos. Según el proyecto de Constitución, nuestro Estado no será confesional. El constantinismo, que en nuestro país revistió los caracteres del llamado nacionalcatolicismo, ha llegado a su fin. Sólo la ultraderecha podría soñar aún con una situación que desembocara en una nueva guerra de las investiduras.

Es un hecho sociológico indiscutible, sin embargo, que en España existe un elevado porcentaje de población católica. A este respecto, las modernas técnicas de investigación social podrían arrojar una luz definitiva. La discusión sobre el número de católicos practicantes en España no debe ser ya más objeto de discusiones impresionistas o de eslogan. El dinero que se gasta en los sondeos de opinión bien pudiera aplicarse a despejar una incógnita cuya solución temen tal vez tanto los que convierten el catolicismo en sinonimia de españolidad como los que piensan que todos los españoles son como aquel republicano agnóstico que tan bien describiera Clarín en La regenta. Por lo demás resulta evidente que católico practicante no es lo mismo que católico por fe de bautismo. Es muy probable que la gran mayoría de nuestros conciudadanos agnósticos -o conversos a -otras religiones- hayan sido bautizados al nacer.

En cualquier caso, todo parece indicar el peso sociológico inconcuso de las creencias y prácticas más o menos regulares del catolicismo en nuestro país. El respeto a la fe de los ciudadanos, y a su derecho a educar a sus hijos según sus preceptos, entra de lleno en la doctrina general de los derechos humanos y las libertades ciudadanas. Más delicado de establecer resulta articular el ejercicio de estos derechos y libertades con las obligaciones de la Administración a la hora de asignar partidas del gasto público para la subvención de los centros de enseñanza privados de índole religiosa, el mantenimiento del patrimonio artístico de la Iglesia y los ingresos del clero secular y de las órdenes religiosas.

En el campo de la enseñanza parece obligado que el Estado aplique criterios de estricta justicia en la distribución de los recursos a los centros privados de distinta orientación. Tan absurdo e injusto sería un Estado anticlerical que negará toda ayuda a los centros religiosos como aquel que se la concediera entera y sin ningún control democrático. Mayor dificultad puede haber en la definición de los principios para la financiación, con los presupuestos del Estado, de la Iglesia católica española.

La nota oficial hecha pública, tras la reunión de ayer en el Ministerio de Hacienda entre las delegaciones del Gobierno español y la Nunciatura, apunta en una dirección prometedora. Las declaraciones hechas al diario Informaciones por el protovicario apostólico de la diócesis de Madrid, José María Martín Patino (véase página 22 de este mismo número), matizan y completan estas buenas expectativas.

En este momento, el Estado subvenciona a la Iglesia española aproximadamente con unos 6.000 millones de pesetas anuales, a través de la Conferencia Episcopal. A unos podrá parecer que se trata de una cantidad excesiva y a otros muy escasa, dada la envergadura de la infraestructura eclesiástica en el país. En todo caso, se trata de una cifra convencional desde el punto de vista del contribuyente. Como ha indicado el padre Patino, «los fondos públicos de los españoles no pueden ir indiscriminadamente a una confesión religiosa, sino a aquella que determine cada creyente». El procedimiento para conseguirlo es elemental: preguntar a los contribuyentes. El poder civil no debe entrar en disquisiciones religiosas, en estimaciones aproximativas, ni en una arbitraria operación distributiva: «Tiene que preguntar al ciudadano a qué religión o para qué fines quiere destinar sus fondos, » Queda ahora por determinar la cuantía del impuesto que va a ser exigida a los contribuyentes, formulada como un porcentaje de su contribución global a los fondos públicos. El sistema alternativo de que la Iglesia constituyera su propio sistema fiscal no parece viable.

Por último, quedan (los aspectos más espinosos: las exenciones fiscales y el patrimonio artístico de la Iglesia española. Sea cual fuere la solución que se arbitre para estos dos ternas, la prioridad es clara: el servicio a la comunidad del pueblo español en su conjunto. Las exenciones ficales no deben aplicarse, en ningún caso, a bienes productivos, o a bienes muebles o inmuebles de uso exclusivo de una comunidad restringida. Y los beneficios y exenciones del patrimonio artístico deben tener como contraprestación que el pueblo español pueda utilizarlo y disfrutarlo. Si la Iglesia es la tenedora del patrimonio artístico e histórico que ha conservado y reunido a lo largo de los siglos, no hay que olvidar que su verdadero propietario es no sólo la corn unidad de los creyentes, sino la totalidad del pueblo español.

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