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El combate y la gloria de monsieur Voltaire

Probablemente cualquier conmemoración de Voltaire en este segundo centenario de su muerte está condenada más que ninguna otra a la equivocidad, pero es que quizá ninguna figura histórica es tan equívoca como la del viejo ilustrado. Su nombre quedará para siempre unido al odio de la superstición y de la mentira, por ejemplo, pero pensaba que la superstición era necesaria para el pueblo, y no tuvo reparos en trucar el Testamento del cura Meslier precisamente porque en él se defendía un ateísmo radical, y Voltaire necesitaba a Dios como Gran Relojero Universal para echar a andar el reloj del mundo y para que la sociedad funcionara sin graves trastornos. Fue un terrible anticlerical, pero no dudó un momento en buscar el apoyo de la Iglesia, incluso haciendo reverencias y contorsiones ante el Papa Benedicto XIV o escribiendo, ante notarios, fórmulas de expresión de su fe cuando eso le convino para su carrera. Se burló de lo religioso, pero se mostró obsequioso con ello, incluso construyendo iglesias y manteniendo capellanes, y tampoco puede decirse que fuera un hipócrita calculador: simplemente era un hombre, y hombre muy complejo, educado en un catolicismo convencional del que él mismo diría que se creía y practicaba «como si fuese verdad», y envuelto en la gran volte-face de la Ilustración: la autonomía del pensar respecto del peso de las autoridades y de los esquemas religiosos, el descubrimiento del hombre en cuanto, tal: en su dignidad esencial, el abandono de las antiguas creencias y convenciones, la búsqueda de otras formas de transcenderse que no fueran ya las religiosas, la transformación total de una sociedad.

Contradicciones inseparables

En todos estos aspectos monsieur Voltaire no solamente es el prototipo del ilustrado, sino que anuncia perfectamente la modernidad e incluso la encarna de algún modo ideal: el igualitarismo -«hombres útiles que no poseen nada absolutamente»-, la inviolabilidad de la persona, la fundamentación de las leyes en la razón abstracta, el laicismo entendido correctamente como el despojo de la Iglesia de su poder político pero no la obstaculización de su acción espiritual, el pacifismo alcanzado por un sentido intelectual y racional y no místico ni sentimental del patriotismo, el utilitarismo, el desprecio por la polémica teológica o los juegos metafísicos, un cierto optimismo sobre las posibilidades naturales del, hombre, del que se derivaría una confianza en el progreso, etcétera. Incluso la defensa de un impuesto proporcional y de la desigualdad de funciones dentro de una sociedad contra el igualitarismo naif, etcétera.

Un lector atento encontrará en sus obras, sin embargo, las contradicciones inseparables de todo pensamiento y las específicas de este momento de la Ilustración, porque este hombre ilustrado ha perdido el suelo de debajo de sus pies y todavía no ha. encontrado otro, y aun duda de que se pueda encontrar. La pirueta dialéctica en el pensamiento de todo ilustrado es hija de esta circunstancia más que de una actitud consciente y decidida, y monsieur Voltaire es todo piruetas. Posee, sin duda, un formidable caudal de conocimientos y sabe ser riguroso en su pensamiento, sobre todo cuando está animado de un gran élan moral y ha puesto la carne en el asador, como en el «asunto Callas» y en el Tratado sobre la tolerancia, que escribe dictado por ese asunto, pero cede con frecuencia a la ligereza y a la superficialidad, a los juegos del talento, que, como diría más tarde Renán, es sólo una forma muy baja de la inteligencia y destinada exclusivamente a fascinar, es decir, a engañar, que es, en último término, en lo que consiste el arte de la retórica y del escritor público. El mismo Voltaire es consciente de que incluso sus críticas y pullas contra la Iglesia y El infame -la superstición, el fanatismo, el dogmatismo, la intolerancia y esa misma Iglesia- no son las de monsieur Pascal, que éstas son más radicales y mortíferas, precisamente porque unen el espíritu de libertad al de fe, y esta unión -Richelieu ya lo había dicho- es más peligrosa que seis ejércitos, mientras la mayor parte de las críticas volterianas se evaporan con la risa como una bebida espiritosa cuyo recipiente no está bien tapado.

Plano religioso

En el plano de lo religioso, concretamente, Voltaire tuvo seguramente una radical sensación: se sentía aterrado por el hecho de que pudiera ser verdad y prefirió abordarlo con artes de salón, como el libertino aborda el amor: sin dejarse atrapar por él. A la hora misma de su muerte, cuando el abate Gauthier le preguntó: «¿Reconocéis la divinidad de Jesucristo?», Voltalre se sintió sacudido y contestó con otra pregunta: «¿Jesucristo, Jesucristo? Dejadme morir en paz», y cayó en la inconsciencia.

Sus sobrinos y herederos, como no recibieron autorización para inhumarle en tierra sagrada, montaron al final una «mise en scene» perfectamente volteriana. Un cirujano, un médico y un farmacéutico embalsamaron y acicalaron el cadáver de Voltaire y, en medio de la noche, lo montaron en una carroza tirada por seis caballos en. dirección a la abadía de Seilleirés, de la que su sobrino, el abate Mignot, era el abad. Allí la comunidad no tuvo más remedio que oficiar unas exequias religiosas, y, más tarde, cuando las autoridades eclesiásticas se enteraron de la perfecta jugada volteriana de monsieur Voltaire difunto, ya no se atrevieron a ordenar su exhumación. Cuando ésta se hizo, en 1791, sería para glorificarlo en el Panteoón, en plena república; y, para entonces, muchos eclesiásticos no dudaron ya en proclamar su gloria: « Luchó contra el ateísmo y el fanatismo.» Y esto era cierto.

Todavía hoy, sus sarcasmos resultan perfectamente eficaces frente a todo dogmatismo -incluido el del ateísmo confesional- y toda intolerancia, y torna, ridículos y repulsivos los intentos de las pequeñas ortodoxias de cualquier color que en esta hora luchan para apropiarse de nuestra alma y salvarnos, lanzándonos los unos contra los otros. Esta es la gloria de monsieur Voltaire, nadie puede discutírsela. Por el contrario, dos cientos años después de su muerte nos parece que necesitamos enfatizarla más que nunca.

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