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Reportaje:

Harold Rosenberg, "in memoriam"

En la muerte del autor de "La tradición de lo nuevo"

Con Harold Rosenberg, fallecido en Nueva York el 11 de julio, desaparece una gran figura de la crítica norteamericana. El autor de La tradición de lo nuevo ya no estaba tan en el candelero como hace veinte años, y poco se parece el momento actual a aquel en que unas palabras de Rosenberg o de Greenberg podían bastar para asentar una reputación. Pero no se trata de esto ahora, sino de entender el perfil intelectual de quien, a pesar de lo que digan libros bazofiosos como La palabra pintada, de Tom Wolfe, en ningún momento se conformó con ser un simple intermediario en el proceso de circulación de los productos artísticos.Nacido en Alemania en 1906, en una familia judía, Rosenberg arriba a Estados Unidos huyendo de los nazis. Colabora en Partisan Review y, como otros intelectuales americanos (Edmund Wilson, Mary MacCarthy, el mismo Greenberg), simpatiza con la causa trotskista. El antifascismo no implicaba para ellos silencio sobre los crímenes que estaba cometiendo Stalin «en nombre del proletariado».

En 1942, Rosenberg publica un libro de poemas, Trance above the Streets. Pero la celebridad de su autor estaría directamente relacionada con el auge artístico posterior a 1945. Frente al término expresionismo abstracto, que encuentra equívoco, su acierto será forjar el término action painting, pintura de acción. Escribe algunas monografías, una de ellas sobre Arschile Gorky. Publica varios libros: The Tradition of the New (1959), The Anxious Object (1964), Artworks and Packages (1971), The De-definition of Art (1972), Discovering the Present (1972). En un volumen colectivo sobre filosofía publicado en 1956 bajo la dirección de Merleau-Ponty, Rosenberg redacta el capítulo sobre Marx. Con el pensador de Tréveris, que fue uno de sus constantes puntos de referencia, tenía en común un cierto estilo, hecho de ironía dialéctica y, al mismo tiempo, de dureza conceptual.

La crisis de valores.

El artículo que le dio su merecida fama a Rosenberg apareció en Art News, en 1952. Para entender el impacto de American Action Painters hay que pensar en la crisis de valores que está en el origen de aquella gran época pictórica. Las influencias contradictorias que la configuran demuestran, según Rubin, que «la ausencia de una concepción de la pintura crea condiciones favorables para que la pintura avance». En tan libre y plural movimiento, Rosenberg no quiere entrar a saco. Su intención -aunque luego se haya podido -entender de otra manera- fue analizar lo que de común tenían, más allá de las formas, las creaciones empíricas de los pintores. «La pintura de acción no es solamente el tapón que salta de una vieja botella de vino francés.» En su texto Caída de París (1940), Rosenberg había evocado la ciudad entonces pisoteada, medio hospitalario en que la vida tendía hacia una calidad nueva, laboratorio cultural en que cada cual buscaba su diferencia. Mas sabía también del agotamiento de la pintura allí producida, de su giro académico. Si ahí estaban los orígenes, también empezaba a estar claro que la sede de la modernidad se había trasladado a Nueva York.¿Y en qué consistía la frescura deslumbrante de la pintura neoyorquina, sino en su nueva actitud ante el lienzo? Este ya no será «espacio donde reproducir, recrear, analizar o expresar un objeto real o imaginario». El cuadro será resultado del encuentro entre dos materiales (pigmento y lienzo). La superficie del lienzo será campo o arena ofrecida a la acción. «Un reguero de color trabaja en nosotros como un puente sobre el Hudson.» Que no se trataba de formas en un sentido tradicional lo demuestra el que este análisis, inspirado al parecer por la pintura de Willem de Kooning, se aplica igual a la de un Pollock o a la de un Newman. Rosenberg no habla de ideas, ni de composición. Empieza a pensar la pintura como gesto del color. Empieza a no hablar del dibujo como contorno o límite. Cualquiera que conozca un poco el nuevo discurso de la pintura entenderá que éste debe algunas cosas al crítico desaparecido.

Toma de partido

Por otro lado, no es posible pasar por alto la dimensión política de sus trabajos. Prácticamente nunca baraja siglas, pero siempre está tomando partido. Moscú, Roma y Hollywood son para él «tres santuarios de la autoridad y de la eficacia» que se asustan ante el carácter antinormativo e individualista del arte moderno. Define el realismo social como pesadilla, fruto de la vana creencia del artista en «la historia» como cliente. Del psicoanálisis yanqui desmontará la significación como institución integradora. Para él, tan preocupado desde sus años trotskistas por las implicaciones políticas radicales de la cultura, la política del arte consistía en luchar contra aquellas instituciones, ideas o personas que resultasen un obstáculo para la libertad creadora. Sus libros, dispersos y abiertos como sólo saben serlo algunos libros de ensayo anglosajones, son un muestrario de la multiplicidad de campos en que realizó incursiones.

Acida crítica contra todo

La defensa de los presupuestos formulados en 1952 llevó a Rosenberg a ser un espectador désabusé, intolerante y malévolo hacía casi todo lo que vino después. Ante el reduccionismo del minimal art, jugó con las palabras y se mofó de minimovement y minimakers. El pop, los shaped canvases, la post-painterly abstraction, la escuela crítica formalista de Artforum, encontraron en él un adversario a menudo injusto. Sus artículos seguían siendo interesantes; lo agudo de muchas de sus consideraciones sociológicas les confiere un aire catastrofista atemporado por la ironía. Pero nos es imposible seguirle en su querer ignorar tal o cual hecho artístico contemporáneo. Un Michael Fried, un Rubin, un Ashberry, un Tuchman, una Diane Waldman, un Judd, una Barbara Reise, si no son todos tan importantes como Rosenberg, representan, sin embargo, forzosamente, un horizonte teórico que tiene más que ver con el presente.Ahora bien, ni el trabajo de estos críticos, ni el de la escuela francesa serían inteligibles sin adelantados como Harold Rosenberg. Igual que un Pollock o un Rothko siguen siendo figuras decisivas, los posibles errores de Rosenberg, su progresivo alejamiento, no pueden impedir que reconozcamos en él a un clásico.

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