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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Estatuto de funcionarios a la vista

Presidente de la Asociación Española de Administración Pública

Cuando el hombre prehistórico pinta bisontes en los techos y paredes de las cuevas cántabras, lo que quiere expresar, según Ortega, es sencillamente el deseo de que se cumpla en la vida real la captura de la bestia grande, cuya carne precisa la tribu. Se trata, por tanto, de una pintura votiva. Se graba la imagen de lo que se quiere conseguir. Análogamente, y salvadas las distancias, cuando el español de nuestros días plasma en «grafittis» callejeros sus consignas y símbolos democráticos no hace sino formular un voto colectivo: ¡qué la democracia se alcance!

Quiere con todo esto decirse que parece como si se hubiera generalizado la creencia de que hablando de democracia se acercara la llegada de la misma. Pero esta noble aspiración de contribuir a acelerar el proceso de realización del ideal democrático puede, no obstante, generar confusionismo. En efecto, a fuer de querer se acorten las distancias que median hasta la consecución del cambio, acontece, a menudo, que se obstina la opinión en creer que todo lo que se ofrece como nuevo presupone la ,virtualidad de cambiar las cosas. Celebrar, de antemano, toda innovación como una muestra del ánimo democratizante que debiera de estar presente en todo paso de reforma revela buena fe y una gran confianza en los reformadores, mas puede dar lugar a errores bastante graves. Así, el hecho de que recientemente un nuevo anteproyecto de ley de Bases para la Función Pública haya sido saludado, en un primer momento, por los medios informativos como un texto esperanzadora mente democrático, no ha podido obedecer sino a una Inicial impresión en la que ha primado, sobre toda otra consideración, el deseo ferviente de que reuniera aquella condición el borrador que se anunciaba como novedad y como solución.

Cauces extrademocráticos

El sentido analítico y crítico del buen informador y, sobre todo, el prurito de objetividad que anima a la nueva prensa, dan paso en seguida a la reacción. Una rápida recogida de opiniones sirve a enjuiciar con óptica especializada el nuevo ingrediente, presuntamente válido, que se pretende introducir en la probeta política del cambio. Surge, entonces, el desencanto. La carta de crédito parece perder todo punto de apoyo. Alguna pieza se quiebra o se intenta hacer quebrar en el mecanismo de recíprocas fidelidades que ha de ser observado entre quienes gobiernan y delegan y quienes son sus delegados y entre esos mismos que gobiernan y representan y quienes son los representados. Sea cual fuere el elemento de tan compleja relación que haya podido no quedar a la altura requerida por las circunstancias, es lo cierto que no ha sido grasa sino arena lo que se ha vertido en el engranaje. No cabe, por tanto, más que congratularse de las prácticas abortivas con las que, provengan de donde provengan, se está, por ahora, obstaculizando la viabilidad de un proyecto engendrado por cauces extrademocráticos.

Es, precisamente, el procedimiento empleado en la elaboración del nuevo anteproyecto de ley de Bases (su gestación) lo que principalmente suscita la animadversión generalizada hacia el texto, apenas entrevisto. No hay, por tanto, necesidad de adentrarse en el contenido del mismo para hallar motivos suficientes de rechazo. Ni el sigilo, ni el tópico letargo veraniego de una Administración que a primeros de agosto contaba con la mayor parte de sus efectivos de personal accidentalmente destacados en parajes de mar y montaña, han sido escollos para las primeras reacciones de oposición al anteproyecto. En el Madrid caluroso del último mes se han venido dando continua cita las centrales sindicales con presencia en la función pública (CCOO, CNT, CSUT, FETAP-UGT, SU, USO), que, en común acuerdo con la Asociación Española de Administración Pública y en la sede de ésta, han mostrado puntos unánimes de absoluta disconformidad ante el proyecto estatutario. EL PAÍS ha dado noticias de esta contestación. Y, concretamente, se han registrado ecos del comunicado que sindicatos y asociación han hecho público expresando su satisfacción por que el Gobierno no haya aceptado el borrador, su preocupación por que puedan, no obstante, presentarse nuevos anteproyectos de similares hechuras -como el que ayer estudió la comisión de subsecretarios- y la firme convicción de que sólo la participación de los funcionarios en la elaboración del texto puede servir de alguna garantía tanto para el grado de aceptación del estatuto como para el de su acierto ante la sociedad.

Debe, no obstante, razonarse acerca de la raíz extrademocrática que ab origine revela el hasta ahora nonnato proyecto estatutario. Hay que tener presente que, a primera vista, muchos pueden creer que la posterior travesía por las Cámaras de un proyecto de ley de Bases de la Función Pública purifica la gestación del anteproyecto, exonerando a la Administración de haberlo presentado ante el Gobierno sin haber contado previamente con los funcionarios y empleados públicos. Los que así razonan parten del hecho cierto de que los funcionarios están tan representados en las Cortes como los restantes ciudadanos, por lo que huelga aquella previa consulta. Mas quienes así piensan no se dan cuenta de que parten de unos esquemas mentales inadecuados para cimentar un sistema democrático, cosa que implica unas actitudes y unos hábitos de dicha naturaleza en toda la sociedad y, por tanto, muy principalmente en la Administración pública, que tan decisivo papel desempeña en la conformación del orden social. Es decir, no se trata de que se, dé cumplimiento (obligado) a un trámite que sirva a conferir sentido democrático a la disposición de carácter general que venga a regular la organización y comportamiento del funcionariado, sino de que se elabore, con sentido verdaderamente democrático tal tipo de norma, dando voluntariamente participación al personal destinatario de la misma, al que se procurará comprometer en la trascendental tarea de democratizar la Administración pública, objetivo que jamás se alcanzará si el estatuto de quienes trabajan para ella se gesta a espaldas suyas.

Mas no se esgrimen sólo argumentos de índole política y moral para combatir un anteproyecto de ley que la Administración pudiera presentar al Gobierno para que éste, a su vez, hiciera suya la iniciativa, remitiendo a las Cortes un proyecto de norma en cuya elaboración se hubiere prescindido de los criterios del sector directamente afectado por la nueva regulación. Median también argumentos legales y consideraciones de toda coherencia con la mecánica parlamentaria. Mediante un proyecto de ley de Bases, preparado, claro está, por la Administración, lo que el ejecutivo busca es obtener del legislativo una autorización en líneas generales para regular directamente una materia. La decisión (del ejecutivo) de presentar semejante «petición de autorización» es, por consiguiente, de suma Importancia. Y tal tipo de decisiones deben ir precedidas de las compulsas de opinión, consultas e informaciones acerca de los sectores sociales, económicos, laborales, profesionales, etcétera, afectados.

Vicios de forma y de fondo

Respecto de cuál sea el significado de la intervención de los parlamentarios acerca de un proyecto de norma en cuya elaboración hayan participado o se haya oído a las representaciones genuinas y directas de aquellos sectores, organizados en sindicatos o en asociaciones reconocidos por las leyes, no ha de caber ninguna duda. El hecho de que el anteproyecto de norma haya recibido aquel espaldarazo inicial de conformidad no quiere decir sino que se aviene con lo que el sector social, económico, laboral, profesional, etcétera, aspira, desea, reivindica o se propone alcanzar; es una garantía de communis oppinio, siquiera sea relativa o sectorial (previene frente a las maniobras internas, de signo elitista u oligárquico). Pero ello no significa que necesariamente sea conveniente para el cuerpo social considerado en su conjunto; puede haber coincidencia de intereses, pero también cabe la discrepancia entre el interés sectorial que el proyecto de norma tutele y el interés público que el ordenamiento jurídico ha de guardar. En los debates parlamentarios deben de aclararse estas situaciones, elaborándose en consecuencia la norma general. Pero habrán de partir tales debates de unos proyectos de leyes que, ando menos, no sean equívocos respecto de la problemática y las soluciones apropiadas al sector objeto de regulación legal.

Un anteproyecto administrativo de estatuto funcionarial confeccionado sin contar con el funcionario no debe ser examinado en su contenido, máxime si se tiene presente la ausencia de divulgación del texto hacia el propio personal de la Administración. Su traslado, sin embargo, hacia fuentes de opinión pública y las consiguientes filtraciones permiten aventurar el triste juicio de que, al parecer, cuesta mucho hacer las cosas bien. En una primera fase, y después de varios borradores, la Administración llegó a alumbrar un texto absolutamente impreciso, pero que difundió celosamente entre el funcionariado, sindicatos y asociaciones de funcionarios; en una segunda fase, previo entierro «tácito» del texto con que culminara el esfuerzo redactor oficial de aquella etapa, se recurre, en cambio, a un documento concreto, pero que es simple producto de laboratorio (fabricado in vitro, como dirían ciertos tecnócratas), en el que sólo han participado los alquimistas.

A los vicios de forma, que de suyo invalidan, habrían de sumarse los de fondo que podría reunir un proyecto de estatuto funcionarial que no regulara adecuadamente las incompatibilidades ni garantizara racionalmente la imparcialidad, como el orden preconstitucional prescribe. Tal sería si no se mencionaran las incompatibilidades para formar parte de los consejos de administración de sociedades mercantiles o si se confundiera la asepsia síndico-profesional o el apoliticismo con la independencia política. También podría resultar poco innovador una escisión del funcionariado en dos grandes órdenes que respectivamente englobaran a los funcionarios de cuerpos generales y a los de los especiales, agrupados bajo nuevas denominaciones que no dejarían de evidenciar el error estructural básico de una Administración que cuenta formalmente con unas dotaciones exiguas para funciones generales y otras muy numerosas, en cambio, para las especiales, siendo así que, de hecho, los nominalmente encargados de éstas ejercen las primeras y que, paradójicamente, se recurre a contrataciones de terceros (personas y sociedades) para que se ocupen de las especiales. Y, asimismo, cabría señalar la regresividad de un proyecto que cifrara los ascensos y promociones en unas evaluaciones que no estuvieran confiadas a órganos de composición paritaria, con representantes electivos del funcionariado, etcétera. Pero para referirse a tales aspectos habría de conocerse el texto cuyo procedimiento de elaboración se ha apartado, inopinadamente, del cauce que la propia Administración se había trazado y que consistía en contar con los funcionarios y empleados públicos.

Fenómeno burocrático y democracia política

No hay que desesperar. Se ha pedido (por las centrales sindicales y la asociación de referencia, sin que sea exagerado pensar que se adhieran otras muchas entidades a la solicitud) la creación de un grupo de trabajo mixto, con toda clase de representaciones de funcionarios, que junto con la Secretaría de Estado para la Administración Pública redacte el anteproyecto de ley de Bases. La gestación democrática del anteproyecto dentro de la Administración se estima que ,será el paso más certero para la democratización del sector.

Como señala Nicos Poulantzas, se ha dicho e insistido por Weber que existe una contradicción inevitable entre el fenómeno burocrático y la democracia política. Indudablemente, las relaciones entre la burocracia, el burocratismo y las estructuras de un Estado determinado se hallan entretejidas con una trama de gran complejidad. Mas un Estado con planteamientos democráticos no ha de dudar en introducir en su Administración todos los instrumentos de democratización que tenga a su alcance. El estatuto regulador de la estructura y comportamiento del sector laboral más amplio del país parece ser una pieza clave en el proceso.

Entre tanto, con un propósito votivo como el apuntado al principio, podrá escribirse en la blanca e inmensa pared del solar de nuestro pueblo un gran letrero que diga: «Administración democrática». Traducida la pintada con el código interpretativo de las inscripciones ancestrales, el rótulo querrá expresar un firme deseo común: iQué la Administración española se democratice!

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