El orden público y las FOP/1
Capitán de Caballería
El orden público es uno de los conceptos más importantes y quizá de los más etéreos de la estructura social. Los estudiantes de derecho a veces sin enterarse bien de qué es aquél, aunque aprendan que los contratantes pueden pactar las cláusulas que quieran mientras no se opongan a la ley, la moral o el orden público. Además, cuando, a lo mejor, creían haber acuñado la inteligencia del concepto, se encuentran con el «orden público económico», que les rompe los esquemas.
La inefable ley de Orden Público, de 30 de julio de 1959 -hermana gemela en cronología al plan de estabilización que lanzó España hacia la tecnocracia y al crecimiento per se, cayera lo que cayera, se relegase lo que se relegase- decía en su preámbulo que la base y fundamento del mismo vienen constituidos por el normal desenvolvimiento de las instituciones (políticas y privadas), así como el libre y pacífico ejercicio de los derechos individuales, políticos y sociales. El artículo primero añadía a los fundamentos citados el de mantener la paz interior. Después, la ley regulaba las situaciones ordinarias y los estados de excepción y guerra.
En definitiva, lo que la gente suele entender por OP parece que es «el orden en la calle», y las Fuerzas de OP tienen como misión fundamental guardar la calle, según esta idea. Luego, al producirse atentados dentro de las casas o atracos a bancos, también se piensa que esto es falta de orden público, aunque no suceda en las aceras. Y así se va ampliando el espectro, siempre por los aledaños de la vía pública.
Respecto a esta idea «callejera» (dicho no peyorativamente) del OP caben algunas consideraciones. En los últimos tiempos ha habido un aumento cuantitativo de disturbios en las vías públicas y de delitos como atracos, abusos sexuales, lesiones, que han convertido nuestros paseos y avenidas, proverbialmente segurísimos, en algo que tiende a semejarse a las peligrosas calles, también proverbiales, de muchas grandes ciudades de nuestro soberbio Occidente. Esto en España es nuevo y las buenas gentes le han buscado explicaciones, mientras se ponían nerviosas y hasta planeaban crear servicios paralelos a los de la policía o tomar desquites individuales realizando el propio derecho.
Como en este país somos muy dados a buscar esquemáticamente cabezas de turco, muchos, en una explicación rápida y simplista, cargaron los vidrios rotos en el debe de la incipiente democracia. Un amigo mío, hombre honesto donde los haya, que hasta ahora tenía etiqueta de liberal, dice una y otra vez que a él la libertad no le ha hecho ganar nada y, en cambio, ha perdido esa seguridad viaria, para él fundamental (y para uno, también, muy importante, desde luego).
Yo le respondo siempre que estos males no los trae la libertad (la cual vendría a ser, en tal acepción, paridora nata de libertinaje, algo así como la espuma del mar engendró a la diosa Venus), sino la incultura, la injusticia, el paro que sufren en sus carnes la sociedad española y la juventud española, al combinarse todos aquéllos con el fin de la represión político-social-cultural. Los cambios sociológicos profundos no tienden a conducir de los helados extremos a las tibias praderas del centro, sino a otros extremos. Al final de las represiones suele subseguir el desbordamiento, la rotura de diques, la avalancha de las aguas contenidas en la presa excesiva e innecesariamente. Evitar los nuevos extremismos exige mucho trabajo y mucha imaginación política, además de mucha justicia. Si las personas tienen poca base cultural, si persisten situaciones de irritante injusticia, se da un caldo de cultivo para la degeneración del orden público, una vez que ha fallado ese factor de control social que es el miedo, el temor, la ausencia de libertad. Entonces, a río revuelto, muchos vagos, pícaros y canallas se dan al monte convencidos de que todo él es orégano. Pero éste es sólo un aspecto -y no el más importante- de la cuestión. Como decía Pedrol Ríus a Diario 16 en una entrevista recogida por EL PAÍS (15 de febrero último), es muy aventurado y poco válido extraer consecuencias descalificadoras del actual régimen por un simple contraste comparativo en cifras entre la delincuencia de hoy y la de hace unos años, ya que el aumento de la delincuencia común es un fenómeno actual generalizado en Europa occidental y porque un cambio de régimen es siempre propicio a un aflojamiento de los resortes de contención del delincuente.
El remedio no puede ser arrasar de nuevo la libertad, como pregonan algunos con sucio interés y otros con sincera ingenuidad. No lo es por razones de elemental dignidad humana; no lo es tampoco a nivel de viabilidad y praxis, porque se iría a un círculo vicioso, ya que la represión centuplica siempre las ansias de libertad e introduce un factor revolucionario que no se sabe hasta dónde puede llevar (todo lo cual ve y sabe muy bien la derecha «civilizada», el capital no torpe). Salvo que lo que se pretenda, sea generar las bases de una revolución; entonces sí, lo mejor es que haya represión, cuanto más fuerte mejor. Esto es, sin duda, lo que buscaban quienes asesinaron al comandante Imaz, a Viola Sauret, a policías y guardias civiles en Euskadi.
Y cabe decir que les hacen el caldo gordo quienes insultan (¡también en la calle!) a Martín Villa, a Suárez, a Tarancón o a Gutiérrez Mellado. ¡Qué felices éstos, otorgando discrecionalmente patentes de patriotismo! Me pregunto si su legitimidad e iluminación les viene directamente de la Santísima Trinidad, de la Segunda Persona divina o de alguna persona de carne y hueso enlazada umbilicalmente al vientre mismísimo de la vieja y noble España, mientras los demás seríamos tan sólo hijos-probeta.
«¡Ejército al Poder!», suelen gritar. Se supone que siempre y cuando sea para hacer la política que ellos quisieran, pero no cualquier otra: no la política del actual Ejército etíope, ni la del peruano Velasco Alvarado, ni la del presidente Torres, de Bolivia. Porque entonces gritarían probablemente: «¡Ejército al paredón!» El Ejército, señores -valdría decirles-, es algo mucho más serio y mucho menos contingente. Es el último respaldo de la legalidad y la Constitución. Es la definitiva garantía del Estado y de la existencia misma de la nación. No es un juguete de nadie, ni una pieza más del juego de la política. Simplemente.
El remedio contra la degeneración del orden público mejor será buscarlo por los caminos señalados en los pactos de la Moncloa, de octubre último -dentro del acuerdo sobre el programa de actuación jurídica y política-, cuando se postula una nueva definición del OP, depurándolo de contenidos no democráticos y asentando su fundamento esencial en el libre, pacífico y armónico disfrute de las libertades públicas y el respeto de los derechos humanos; de modo que el OP tenga una proyección concreta en cuanto defensa frente a las agresiones «de todo orden y especialmente las terroristas».
Es decir, junto a la necesaria -no más que la necesaria- firmeza contra la delincuencia, el camino será el de la cultura y la justicia; o, como se dice en los pactos de la Moncloa, que el OP se encamine a proteger la consolidación de la democracia, madre de aquéllas. Sin dejarse atrapar en las trampas que se van tendiendo a este pueblo para impedirle adentrarse con dignidad en su futuro.
«El Estado tiene, en primer lugar, la obligación de asegurar el orden público, el funcionamiento de los servicios públicos y la ejecución general de las leyes», decía el Ministerio del Interior francés, en junio de 1968, trasladando un comunicado aprobado en Consejo de Ministros. Y André Malraux, buscando interpretaciones a los sucesos de mayo: «Se trata de la gran crisis de la civilización occidental.» Por su parte, el arzobispo de París, monseñor Marty, clamaba en el púlpito: «Los jóvenes no aceptan un mundo en el que no saben para qué trabajan ni por qué.» Es bajo estas premisas, con estos horizontes, como hay que enfocar el problema del orden público, en cuanto concepto básico del Estado, basado en la ley y a la vez enmarcado de utopía, en un horizonte de libertad, cultura y justicia.
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