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Un Papa bajo el signo de HamIet

Quizá lo primero que haya que hacer para acercarnos a entender un poco al Papa que acaba de morir y para juzgar de alguna manera su pontificado es volver los ojos a los comienzos del mismo, o incluso a unos años atrás, hacia la figura de monseñor Montini, en pleno pontificado de Pío XII, cuando el sustituto de la Secretaría de Estado era una especie de símbolo de modernidad y de apertura. Se diría que algo así como la incrustación de un talante francés -y entonces el catolicismo francés era el catolicismo de punta que hacía temblar el sosiego de las oficinas vaticanas- en medio de una curia obsesivamente tradicional a la italiana: más bien jurídico-política, más bien cerrada. más bien miedosa, más bien inerte. El sustituto Montini era todo apertura de espíritu, talante liberal y referencias culturales al ayer y al presente. En su despacho podía muy bien pasarse del tema que se estaba tratando, quizá unas veces burocrático o administrativo, político o de disciplina clerical, a hablar de Tomás de Aquino o de Agustín de Tagaste, pero también de Thomas Mann, de Ungaretti o de Matisse, de Talla Piccola o de Darius Milhaud. Y además el sustituto no carecía de un impresionante valor civil, como había mostrado en sus años más jóvenes bajo la dictadura de Mussolini, ni de sentido social, como mostraría más tarde en su diócesis de Milán. Había hecho, incluso, una impresionante carrera de hombre de Iglesia y estaba destinado de todas formas al Gobierno de ella.

Giambattista Montini, sin embargo, era lo que era: aquel intelectual afecto al juego de las ideas y de una extrema sensibilidad para captar el espíritu del hombre moderno, y nunca se convertiría en un burócrata. Durante su niñez y su juventud no había podido seguir regularmente los cursos del Liceo y del seminario por razones de su frágil salud, que le había convertido en un hombre de estudio y de gran amor a la libertad. personal. Es decir, comenzó pronto a tener para las cosas la mirada de lo que los americanos llaman «un cabeza de huevo», un intelectual.

Juan XXIII le definiría muy bien al preguntar, según se dice, a unos visitantes de Milán: «Cosa fá il nostro hamletiano cardinale?» Efectivamente, era un hamletiano, un dubitativo. Y también un hombre con enorme capacidad de sufrimiento, precisamente por su actitud para captar en profundidad los acontecimientos y las ideas, su respeto por las personas, incluso enemigas u opuestas. o sobre todo hacia éstas, y su sensibilidad en carne viva. Su pontificado no puede entenderse sin tener en cuenta cómo era este hombre.

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Pero tampoco sin otro dato fundamental: Pablo VI sucede en el pontificado a Juan XXIII. y el pontif¡cado de Juan XXIII es un pontificado durante el cual no sólo se abren puertas y ventanas y se sacuden los viejos cortinajes suntuosos, pero quizá demasiado polvorientos. de la vieja Iglesia, no sólo significa un giro de 180 grados de la manera de entender las cosas y de mirar al mundo. sino que suscita también vivas y convulsivas esperanzas, que rayan en lo visionario y lo profético. Pablo VI tenía luego que encarnar todo eso en, lo cotidiano a través del gobierno normal de la Iglesia -ya queda dicho que no era precisamente un hombre de gobierno ni de poder-, de una manera burocrática.

La decepción era segura, se mirasen por donde se mirasen las cosas. Para unos eso significaría un freno a la dinámica suscitada en la Ialesia sobre el anterior pontífice y el Vaticano II, para otros sianificaría un desastre apocalíptico, porque Pablo VI realizaba. sin duda, lo que suponía era una loca imaginación de Roncal. Así que el papa Pablo. mitificado al llegar al pontificado por su riquísima personalidad y la apertura que le había precedido. que afirmó continuaría, estaba destinado a sufrir toda clase de incomprensiones. No alternado durante su pontificado la liberalidad con las nezaciones por calculada política, sino como expresión de sus propios conflictos íntimos y de la paradójica realidad de la Iglesia, que ha tratado de encauzar, y de encauzar no a la manera tradicional del papado con posiciones netas y energicas medidas, que tanto han solicitado católicos más acostumbrados. sino a su estilo personal hecho de humildad, de amor al diálogo y de paciencia. Ha sostenido la tiara como un enorme peso, y una cosa así inspiraba simpatía. Recordaba al contradictorio Newman. un día encantador y liberal al otro, terrible y casi medieval en sus actitudes, pero como de Newman decía el abate Bremond esas dos actitudes eran del mismo hombre: «Esos senderos infinitos se cruzan sin cesar.»

Los documentos de su pontificado nos muestran de qué manera se percató el difunto pontífice de los graves problemas de su tiempo y cómo, en general, supo darlos contestación, incluso enfrentándose a la facilidad y a las ideas recibidas -él mismo confesó a Jean Guitton que el fondo de su tan contestada Humanae Vitae era, en realidad, un tirad del hombre hacia arriba para ayudarle a ser más plenamente hombre y aullentarle de las soluciones más fáciles. Todos esos grandes problemas, desde la cuestión dernocrática a la llegada del Tercer Mundo a la Historia. los derechos humanos o la apertura al Este. han tenido un intento de contestación en sus encíclicas. Pero de lo que nadie debe extrañarse luego es de que a la hora de encarnar las grandes ideas o líneas de su pontificado apareciese el Hamlet que llevaba dentro. o el dolorido Newman indeciso, contradictorio, miedoso siempre de herir, aturdido tam bién ante la barbarie de un mun do en el que su manera de ser hombre y su sensibilidad o su sentido moral resultaban anacrónicos. Pero su misma frágil figura hacía que, a pesar de todo, gracias a ella, parecieran posibles todas esas virtudes antíguas y una cierta esperanza.

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