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El adiós de Lindner y el regreso de Stella

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En un ejercicio fascinante de regresión asistimos a la despedida y el regreso de dos hombres que han contribuido a lo que con razón se ha llamado «el triunfo del arte norteamericano ». Richard Lindner, fallecido el pasado 16 de abril, despliega -tras el proceso de despersonalización que atestiguamos en la mass media- una verdadera conclusión estética. Frank Stella, más caliente y más libre que antes, presenta una nueva colección qué constituye la más vigorosa reafirmación que ha ofrecido la estética abstracta en los setenta. Ambos han tratado de dar pruebas de que su arte no ha perdido vigencia.Cuando va a cumplirse el segundo mes de aquel inesperado final tan abrupto, ahora que acaba de clausurarse en la Lidney Janis Gallery la última de las exposiciones que realizara en vida Richard Lindner, hablar de él supone inevitablemente rememorar el recorrido de un hombre que ya forma parte de la historia del arte contemporáneo. Su vida y su arte son los de un creador que vivió en dos mundos y en dos períodos: Europa, en el período entre las dos guerras mundiales, y América, sobre todo Nueva York, donde a lo largo de treinta años hizo de sí mismo el pintor que nosotros conocemos hoy.

Como judío alemán, Lindner fue dos veces refugiado; primero en 1933 y luego en 1941, cuando emigró a Nueva York para escapar a la ocupación alemana de Francia. Era, pues, un hombre con- una considerable experiencia del mundo -una experiencia frustrante y dolorosa en su mayor parte- antes de que asumiera, definitivamente, esa especie de síntesis de la vitalidad que se pulsa en las grandes ciudades, la dura luz artificial y todos los emblemas y signos que se agrupan, como la tortura y el placer, en esa pesadilla del universo urbano. Pero antes de que hiciera su primer one-man show, a sus 53 años, en la Betty Parson Gallery, en 1954, y en Nueva York le diera no sólo la oportunidad, sino algo de la imagen distinta que él mantuvo en la totalidad de su pintura, trabajó primero como ilustrador comercial y como profesor de pintura después. Sin embargo, su arte no tuvo una gran acogida en los primeros momentos de su trabajo en Nueva York y fue tan incomprendido como, seguramente, lo sigue siendo a pesar de que hoy pueda ser ampliamente admirado desde el lobby hall del Museum of Modern Art de New York hasta los más importantes museos del mundo y su aceptación y su éxito nadie parezca ponerlos en duda. Pero, en realidad, su pintura vino a significar, en el tiempo de su concepción, un abrir paso a otra era.. No obstante, serían las pinturas de los años sesenta las que le darían su fama- pinturas ampliamente mal interpretadas como emanadas del pop art, pero, en realidad, no teniendo ningún punto de contacto con este movimiento, al que Lindner supo reconocer sus aportaciones, pero del que se sentía distanciado como artista- «Era parte de la comedia de su carrera -una comedia que saboreó con apropiada ironía- que la historia del arte -escribe Hilton Kraner-, después de evitarlo por lo que era, lo aclamara al fin por lo que no era.» Ciertamente, la bizarra fantasía exagerada de la amenaza urbana, la sociedad retratada que es conscientemente vulgar, con todas sus bellezas colectivas y ansiedades, con sus fetiches y secretos sublimados inherentes a esa fantasía, el despliegue erótico sobre el que descansa toda la obra de Lindner, están firmemente basados en la cultura y experiencia de su vida europea. Las amaneradas formas, los colores pulidos de su arte, los símbolos de la vida de la calle, el sentido del poder y el glamour del bajo mundo, pueden relacionarse superficialmente con algunas formas del pop art, pero el espacio sustancial de su pintura es, sin duda, una derivación de algo personal, de algo más cercano al «Blue Angel», de Marlene Dietrich, más cercano al primer Brecht, que algo recogido en su experiencia neoyorquina.

El trabajo de Lindner

Lo que distingue su obra no es el suave estilo de pintar, sino las posibilidades visuales de cada fantasía intelectual; no es sólo la brillante superficie empleada en sus pinceladas, sino lo que hace más obvio su trabajo es esa amenaza erótica que contrasta con la superficie impersonal, decorativa. El amor no es que esté fuera de lugar, sino que se sitúa allí donde el sexo es una comodidad negociable y el erotismo es un placer calculado, de sangre fría para cualquier romántico. El sólido universo y lo corseteado de cada figura ofrecen un atractivo contraste a las posibilidades que nos esperan una vez penetramos en el drama de estas compulsivas, enigmáticas y memorables imágenes de la pintura contemporánea.

El contexto del poder en el que se sitúa el trabajo de Lindner puede ser explicado en términos eróticos, pero hay también una dimensión política (aunque él no fuera explícitamente un artista político) y el substrato histórico inherente a su obra,es inaprehensible. Sabe mos que, cuando los juguetes crueles y gigantescos de Lindner emergen de su contexto siniestro por el poder, cualquier cosa es tomada en su significante erótico, incluso el sentido de la lucha y de la derrota, pero ese aura general del universo inhumano, el deseo de poder, con tiene algo que no puede ser explicado en términos sexuales solamente. Es cierto que las diosas de ilimitada energía, las agresoras se xuales de enormes dimensiones -como modernas Venus flamboyentes- mantienen el centro de la actividad, son el predador destinado a triunfar sobre todo. Sabe mos que en estas amaneradas mujeres robots está contenida, la pro mesa de los placeres prohibidos, son las machines a l'amour. Pero los ecos de Weimar y la era de Hitler están siempre claramente presentes, aunque no se insista sobre ellos.

«Tengo, aún ahora, dudas de que haya algo como, arte en general -dijo Lindner alguna vez-. Creo, cada vez más, en la secreta enseñanza de los seres humanos.» La habilidad de Lindner para dar for ma concreta a ese «secreto» ejerce hoy una considerable influencia sobre muchos pintores jóvenes y una audiencia cada vez más numerosa persiste en admirar el trabajo de quien hasta el último momento presentó -como ningún artista vivo lo hiciera- la absurda tragedia de la condición humana. Las prostitutas de la calle, con su vitalidad desencantada y sex-apeal, la figura suprema del gangster en su acostumbrada posición de poder son parte -arquetipos- del ensamblaje de esos muñecos urbanos manipulados que están jugando el juego de ser niños en cuerpos de adultos, las máquinas deseantes que pululan en el teatro privado de las memorias del pasado y las circunstancias presentes.

Esperando la palabra

A la memoria del pasado, también, pertenece toda la tinta derramada en defensa y aclamación de la pintura abstracta en una época en la que «los sabios nos han informado que la pintura ha muerto». Ciertamente, los que dedicamos una gran parte de nuestro tiempo y nuestro trabajo al arte hemos estado esperando -y aún lo hacemos- las palabras -estará sin duda justificado el convenir que el vocabulario del que nosotros nos servimos para designar las más fuertes manifestaciones culturales de este siglo se ha hecho inadecuado (Pleynet)-, las palabras, digo, que expliquen y defiendan otros movimientos, intereses y estilos. Pero, quizás perversamente, el cadáver de la pintura no quiere reposar. Llegó el pop, se impuso el nuevo realismo, se desarrolló el video art y el performance art y el conceptual art y la fotografía, con ellos vino una suerte de avalancha de escritos y proclamas, pronunciamientos y argumentos herméticos para el público en general. La escena del arte contemporáneo parece flotar, quizás más que nunca, en un mar de palabras, pero muy pocas de ellas son dirigidas hacia la defensa del arte abstracto.

Alma de la modernidad

Es cierto que la abstracción es algo que tomamos por concedido, es uno de los «regalos» de nuestra cultura estética, incluso es -para muchos artistas y críticos- no sólo el principal aporte del arte moderno, sino el corazón y el alma de la modernidad. Pero a nadie se le oculta que por razones comerciales o por necesidades de equilibrio, por las galerías o por los apetitos burgueses, el arte abstracto es el chivo expiatorio tanto de la postvanguardia como de la tradíción. A mitad de camino entre aquéllos que producen un retrato o un paisaje de significado -tradicional y los que trabajan con el video-tape, la fotografía de vanguardia, hacen un agujero en el suelo o convocan un be-in, el arte abstracto se opone a las premisas de todos aquéllos, comprometidos en lo fundamental en las mismas formas de expresión artística. Esa posición que hoy está a mitad de camino -en otro tiempo estandarte de lo que era vanguardia en las artes visuales- puede, entre otras cosas, subrayarnos de nuevo lo que ya sabemos: que las nociones que usamos en el campo del arte no se corresponden por mucho tiempo con lo que está ocurriendo en la cultura en el momento presente. O si se quiere, para volver a Pleynet, que la precipitación de las invenciones formales, la puesta en evidencia de las posibilidades de la metáfora infinita de los fenómenos, debidas a los descubrimientos científicos, técnicos o a la excentricidad de alguna individualidad, no hacen paradójicamente sino manifestar que nada puede hacer postura, que todo es bueno y malo a la vez, aburrido y alegre, nuevo y viejo. Esto es lo que puede ocurrirle a cualquiera que se acerque desde Manhattan al Art Museum de Forth Worth a contemplar la exposición de veintiséis obras de «Stella since 1970».

Ayer y hoy de Stella

Para aquellos que de una u otra forma hayan seguido el trabajo de Frank Stella desde su exposición retrospectiva, hace ahora ocho años, en el Museum of Modern Art, de Nueva York, su pintura ha dado, definitivamente, un amplísimo giro en relación a lo que se llamó «un enfoque conceptual de la pintura».

Hagamos un poco de historia: En 1963 se presentó en el Jewish Museum, de Nueva York, «Toward a New Abstraction» («Hacia una nueva abstracción»), que recogía obras de Kenneth Noland, Ellsworth Kelly, Al Held, Frank Stella y otros. Un año después, en

El adiós de Lindner y el regreso de Stella

Los Angeles Conty Museum, el conocido crítico de arte Clement Greenberg reunió pinturas de Kelly, Olitski, Gene Davis, Noland, Sarri, Francis, Friedel Dzubas, Helen Frankenthaler, David Barnnard, Ray Parker y Frank Stella en torno a lo que se llamó el «Post-painterly Abstraction» («Abstracción postpictórica»). De acuerdo con Greenberg, esta pintura se caracterizaba por su «claridad lineal» y su «apertura de diseño», lo que reflejaba la influencia de aquellos pintores de la generación expresionista abstracta (Barnett Newman, Mark Rothko y Clifford Still) que se distanciaban, tras un enfoque intelectual e impersonal y un dominio pictórico más severos, de la pintura de acción de Pollock, De Kooning y Kline.En su importantísimo ensayo «Modernist Painting», Clement Greenberg subrayaba la necesidad de que el artista moderno aislara las caracteristiacas propias y únicas de cada una de las artes, lo que -para la pintura- venía a significar el abandono de lo no pictórico y la asunción exclusiva de los rasgos propios de la pintura; según Greenberg. el carácter plano, los límites de la tela y las propiedades del pigmento. Entre los pintores que adoptaron la doctrina de Greenberg -posteriormente denominada por algunos críticos «estética preventiva» porque marcaba lo que el artista debe y no debe hacer- se destacaron Olitski, Noland y Stella.

Alternativa formal

AL partir de 1959, Frank Stella desarrolló una alternativa formal que anulaba el ilusionismo espacial a partir del empleo de una densidad uniforme de color. Pero ya en 1962 -seguramente ante el peligro de que su obra fuera exclusivamente considerada una mera ilustración de la abundante literatura teórica de los críticos y decidido a desplazar la pureza y la austeridad que se había impuesto- Stella comienza a sustituir aquellas bandas de un solo color que le hicieron famoso por bandas multicolores y de diferentes tonos que invitaban, en los diferentes contornos y perspectivas distorsionadas que presentó en 1956, a una lectura espacial de esas pinturas poligonales. Lo que hasta 1969 caracteriza a Stella es un abandono progresivo de los dogmas de Greenberg, -que el polémico grupo «Supports/Surfaces» («Apoyos/Superficies»), de París, con Louis Cane a la cabeza, comienza a hacer suyos- y el restablecimiento de la Ilusión espacial, así como el desplazamiento progresivo del perfil literal de la pintura. Finalmente, insatisfecho con la superficie plana, Stella comienza -hacia 1970- a planificar algunas realizaciones en homenaje al constructivismo ruso y, en particular, a su maestro Kasimir Malevich. Estos («Polish Village», «Russian Village») fueron trabajos de transición cuyo lirismo va desapareciendo paulatinamente hasta que en 1974 comienza la realización de su serie «Brazilian», y en 1976-77 la serie de «Exotic Birds», que, con las anteriores, se presentan en «Stella since 1970» y que constituye -como ha querido ver unánimemente toda la crítica de Nueva York- lo más destacado no sólo de la obra de Stella, sino de la estética abstracta de la presente década, especialmente «Exotic Birds»

Las nuevas pinturas

Estas nuevas pinturas, algunas de las cuales ya tuvimos la ocasión de conocer en la Documenta 77 de Kassel, aparecen como la conciencia que tiende a revitalizar -aunque partiendo de otros presupuestos- una tradición que Stella y otros artistas de su generación habían rechazado en el momento de su aparición en el principio de los sesenta. Si lo que distinguió a Stella en aquellos años fue su frescura, su mirada impersonal, sus líneas rectas e inmaculadas superficies, su obra de los años setenta es un calculado asalto sobre aquella clase de emoción que el artista rechazó en un principio, un gesto autoblográfico en cualquier manera. Las superficies que Stella había dejado en otra ocasión puras y lisas son cargadas ahora con ricos y emborronados colores; las formas rebanadas y estalladas, dentro y fuera, se burlan de las convenciones de la integridad y lisura de la pintura plana.

Lo que nosotros distinguimos en los «Pájaros exóticos» -vívidamente coloreados y emborronados con relieves de construcción pictórica- es la fluidez de una mano expresionista donde el color llega a ser más caliente, más libre, más complicado, una reafirmación de esa clase de pintura que nosotros asociamos con el expresionismo abstracto y una inesperada extensión de éste. Como un gran conductor del arte abstracto, empleando una elaborada técnica para la producción de estos relieves -las «pinturas» son actualmente fabricadas, como collages, de aluminio y otros materiales industriales-, Stella desarrolla un inspirado análisis del arte que le ha precedido y una forma de ganar nuevos espacios para éste. Pero todos ellos están, de hecho, como deliberadamente determinados, como en una libertad manipulada, como en la fría y vacía abstracción de sus primeros cuadros. Las construcciones pintadas o las pinturas construidas que han ocupado a Stella desde 1974 son, esencialmente, cuadros de ingeniería, pero son también una reafirmación de la estética abstracta -como escribe Philip Leider en el extraordinario catálogo (uno de los ensayos más profundos sobre la estética de la abstracción y un manifiesto en sí mismo)- y, simplemente, lo más valiente que el arte abstracto ha ofrecido en muchos años, y seguramente, entre lo mejor que ha ofrecido su generación.

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